Esperanza en medio de la tribulación
Esperanza en medio de la tribulación
Esto traigo a mi corazón, Por esto tengo esperanza: que las misericordias del SEÑOR jamás terminan, Pues nunca fallan Sus bondades; Son nuevas cada mañana; ¡Grande es Tu fidelidad! Lamentaciones 3.21-23 NBLH
Cuando leemos el texto de hoy, en medio de nuestras actividades cotidianas, seguramente exclamamos «amén». Expresa, en términos maravillosos, los atributos más preciosos de Dios: Su fidelidad, Su bondad y Su misericordia.
Nos entusiasma la declaración de Jeremías porque nosotros también hemos sido beneficiados por estas cualidades.
Jeremías no escribió estas líneas en medio del júbilo y de la celebración. La tradición dice que después de la destrucción de Jerusalén y el saqueo del templo por parte de las tropas de Nabucodonosor, el profeta se alejó de la devastación de la ciudad y se refugió en una cueva.
Desde allí contemplaba la desolación que había venido sobre su pueblo. La gran mayoría de los pobladores habían sido llevados en cadenas a Babilonia. Las magníficas construcciones que había levantado Salomón yacían en ruinas.
La congoja de Jeremías no conocía límites. Había sufrido intensamente durante décadas de infructuosas advertencias a Judá. Ahora agonizaba solo, en medio de los escombros de lo que alguna vez fue una pujante ciudad.
Su lamento describe las muchas aflicciones que ha experimentado. Anduvo en tinieblas y no luz, se consumieron su carne y su piel, y sus huesos fueron quebrados. Se llenó de amargura y fatiga. Dios había hecho que sus cadenas fueran pesadas.
Clamaba por auxilio, pero no recibía respuesta. Sus caminos se habían vuelto tortuosos y se sentía desolado. Se había convertido en objeto de burla ante el pueblo. Su alma había sido privada de la paz y había olvidado lo que significaba la felicidad.
Nos encontramos ante un cuadro de extrema atribulación. Jeremías está hundido en el más absoluto tormento. Su dolor no tiene consuelo. Los años de ministerio no lograron cambiar el amargo destino del pueblo de Dios.
Es en ese contexto que el profeta trae a su memoria las verdades eternas que rodean al Señor.
Sus bondades no fallan. Su misericordia no tiene fin. Su fidelidad es tan inmensa que se resiste a ser medida.
Meditar en estas verdades reanima su corazón, y declara: «“El SEÑOR es mi porción,” dice mi alma, “por tanto en Él espero.” Bueno es el SEÑOR para los que en El esperan, Para el alma que Lo busca» (vv. 24-25).
Jeremías marca el camino que debemos recorrer en tiempos de aflicción. Aun en medio de la más intensa tristeza debemos atrevernos a declarar las bondades de Dios.
Cuando la vida duele, debemos levantarnos y comenzar a proclamar a viva voz nuestra confianza en el Señor. La convicción de que él sigue siendo bueno y que cumplirá en nosotros sus propósitos ahuyenta las tinieblas y le devuelve la vida a nuestra alma. Es un ejercicio que no puede depender de nuestros sentimientos. Es un acto de resistencia frente a los azotes del destino.
Para pensar.
Decide, ahora mismo, proclamar las maravillas de aquel que nos llamó de tinieblas a luz. Dale gracias por la situación en la que te encuentras, aun cuando todo se vea oscuro. Levanta tus manos y declara, delante de las huestes de maldad, que sigues confiando en el Señor con la misma intensidad que el primer día.
Esto traigo a mi corazón, Por esto tengo esperanza: que las misericordias del SEÑOR jamás terminan, Pues nunca fallan Sus bondades; Son nuevas cada mañana; ¡Grande es Tu fidelidad! Lamentaciones 3.21-23 NBLH
Cuando leemos el texto de hoy, en medio de nuestras actividades cotidianas, seguramente exclamamos «amén». Expresa, en términos maravillosos, los atributos más preciosos de Dios: Su fidelidad, Su bondad y Su misericordia.
Nos entusiasma la declaración de Jeremías porque nosotros también hemos sido beneficiados por estas cualidades.
Jeremías no escribió estas líneas en medio del júbilo y de la celebración. La tradición dice que después de la destrucción de Jerusalén y el saqueo del templo por parte de las tropas de Nabucodonosor, el profeta se alejó de la devastación de la ciudad y se refugió en una cueva.
Desde allí contemplaba la desolación que había venido sobre su pueblo. La gran mayoría de los pobladores habían sido llevados en cadenas a Babilonia. Las magníficas construcciones que había levantado Salomón yacían en ruinas.
La congoja de Jeremías no conocía límites. Había sufrido intensamente durante décadas de infructuosas advertencias a Judá. Ahora agonizaba solo, en medio de los escombros de lo que alguna vez fue una pujante ciudad.
Su lamento describe las muchas aflicciones que ha experimentado. Anduvo en tinieblas y no luz, se consumieron su carne y su piel, y sus huesos fueron quebrados. Se llenó de amargura y fatiga. Dios había hecho que sus cadenas fueran pesadas.
Clamaba por auxilio, pero no recibía respuesta. Sus caminos se habían vuelto tortuosos y se sentía desolado. Se había convertido en objeto de burla ante el pueblo. Su alma había sido privada de la paz y había olvidado lo que significaba la felicidad.
Nos encontramos ante un cuadro de extrema atribulación. Jeremías está hundido en el más absoluto tormento. Su dolor no tiene consuelo. Los años de ministerio no lograron cambiar el amargo destino del pueblo de Dios.
Es en ese contexto que el profeta trae a su memoria las verdades eternas que rodean al Señor.
Sus bondades no fallan. Su misericordia no tiene fin. Su fidelidad es tan inmensa que se resiste a ser medida.
Meditar en estas verdades reanima su corazón, y declara: «“El SEÑOR es mi porción,” dice mi alma, “por tanto en Él espero.” Bueno es el SEÑOR para los que en El esperan, Para el alma que Lo busca» (vv. 24-25).
Jeremías marca el camino que debemos recorrer en tiempos de aflicción. Aun en medio de la más intensa tristeza debemos atrevernos a declarar las bondades de Dios.
Cuando la vida duele, debemos levantarnos y comenzar a proclamar a viva voz nuestra confianza en el Señor. La convicción de que él sigue siendo bueno y que cumplirá en nosotros sus propósitos ahuyenta las tinieblas y le devuelve la vida a nuestra alma. Es un ejercicio que no puede depender de nuestros sentimientos. Es un acto de resistencia frente a los azotes del destino.
Para pensar.
Decide, ahora mismo, proclamar las maravillas de aquel que nos llamó de tinieblas a luz. Dale gracias por la situación en la que te encuentras, aun cuando todo se vea oscuro. Levanta tus manos y declara, delante de las huestes de maldad, que sigues confiando en el Señor con la misma intensidad que el primer día.
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