Cultivar la Tierra

Cultivar la tierra

Pues ambos somos trabajadores de Dios; y ustedes son el campo de cultivo de Dios, son el edificio de Dios.   1 Corintios 3.9


Las analogías tomadas del mundo de la agricultura son frecuentes en las enseñanzas de Pablo y Jesús. Revelan cuán importante es que un buen maestro de la Palabra se sirva de ejemplos que provienen del mundo de las personas a quienes enseña.

Esto facilita que rápidamente puedan conectar la analogía con el principio espiritual que comunica, pues se basa en una imagen con la que todos se pueden identificar.

El apóstol, molesto por una discusión infantil que había dado lugar a la formación de bandos en la iglesia, aclara que todos los que trabajan en el ministerio son colaboradores en un mismo emprendimiento. En los proyectos del Señor no existe, bajo ningún concepto, espacio para la competencia, pues todos buscan un mismo beneficio: extender el reino de Dios y glorificar el nombre del Señor.

Consideremos, entonces, la labor que encierra cultivar la tierra. La planta madura, lista para ser cosechada, es el fruto de un concentrado esfuerzo por parte del labrador.

El primer desafío consiste en quitar todas las plantas que quedan de la cosecha anterior, junto a las hierbas que han aparecido con el paso del tiempo.

  • Luego el labrador deberá colocar el arado a sus bueyes y comenzar con el arduo proceso de dar vuelta la tierra, preparando los surcos en los que serán desparramadas las semillas. 
  • Una vez finalizado este proceso, colocará en una bolsa las semillas y caminará por los surcos, esparciendo las semillas por todo el campo. En algunos casos será también necesario tapar con tierra las semillas.
  •  El trabajo no termina allí. Después deberá esperar a que las lluvias activen el crecimiento de las semillas, o regarlas por medio de canales que desvían las aguas hacia el campo. 
  • Ahora comienza la parte más difícil del proceso: esperar el crecimiento de las plantas, algo que solamente produce el Señor. 
  • Finalmente, después de unos meses, se podrá comenzar con el proceso de la cosecha.
 
La analogía nos resulta útil para recordar que formar a Cristo en otros no es cuestión de un curso de dos o tres semanas. Requiere una inversión esforzada y paciente. El fruto no surge por arte de magia. Es el resultado del trabajo perseverante y sufrido de alguien que está dispuesto a invertir todo lo necesario en la vida de otro, hasta que este alcance la estatura necesaria para repetir ese proceso en los demás.

Del mismo modo que no existen los atajos en el cultivo de la tierra, tampoco se puede acortar el camino para formar un discípulo. No obstante, es una inversión en la que bien vale la pena el esfuerzo. Un discípulo formado es una herramienta poderosa en las manos del Señor.

Para pensar.
Cristo invirtió tres largos e intensos años en formar a los Doce. Nosotros no podemos aspirar a hacer un mejor trabajo en menos tiempo. Dispongamos nuestro corazón a comprometernos, a largo plazo, con aquellos que Dios ha confiado en nuestras manos.

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