Libres
Libres
Sabemos esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado. Romanos 6.6 NBLH
Nos resulta difícil entender la magnitud de las limitaciones que encierra la palabra «esclavo». Si alguna vez has visto alguna de las películas de los esclavos africanos que trabajaban en las plantaciones de algodón, durante el siglo XIX, tendrás una leve idea de la absoluta desesperanza que acompañaba la existencia de estos cautivos.
Un esclavo, según el diccionario de la Real Academia Española, es una persona que «carece de libertad por estar bajo el dominio de otra». Es decir, no goza de los privilegios que nosotros disfrutamos a diario, fruto de la posibilidad de elegir. El esclavo no puede decidir ni siquiera los más pequeños detalles de su propia vida.
El amo es el que elige lo que viste, lo que come, el lugar en que trabaja y la cantidad de horas que puede descansar. El dueño del esclavo tiene el derecho aun a decidir si la persona merece vivir o morir.
En ningún momento consulta al esclavo acerca de los deseos o intereses que puede llegar a tener. El esclavo existe para ser usado y descartado según los antojos de quien lo adquirió.
Es por todas estas razones que vale la pena meditar en la declaración del apóstol Pablo. Por medio de la muerte de Cristo, nuestro viejo hombre fue crucificado para que ya no fuéramos esclavos del pecado. Esto quiere decir que el pecado ya no es el amo que decide lo que podemos hacer o no. El pecado no gobierna más nuestra vida.
Esta declaración le asesta un golpe mortal a uno de los conceptos más arraigados entre los que seguimos a Cristo: la idea de que no podemos vencer ciertos comportamientos pecaminosos, porque no tenemos dominio sobre ellos; y que somos las víctimas de conductas sobre las que no tenemos ningún control. Aferrados a esta falsa convicción, nos entregamos a ese comportamiento pecaminoso, resignados, porque no podemos hacer nada al respecto.
El término «destruido» significa que algo llegó a su fin, que fue invalidado; que su dominio fue desbaratado. Es decir, el pecado ya no tiene la última palabra acerca de cómo vivo. Ahora, por el poder de Aquel quien resucitó, puedo escoger otro camino. En otras palabras, soy libre. No hay absolutamente nada que me pueda atar ni privar de ese regalo que Dios me ha dado.
El principio de la transformación radica en abrazarse a esta verdad. No soy un esclavo del pecado. Como ciudadano del reino tengo acceso a otras opciones de vida. Cuento con el poder del Espíritu Santo y la ayuda oportuna del Hijo de Dios. No soy víctima. ¡Soy más que vencedor, en Cristo Jesús!
Para pensar
«Un esclavo no es un miembro permanente de la familia, pero un hijo sí forma parte de la familia para siempre. Así que, si el Hijo los hace libres, ustedes son verdaderamente libres». Juan 8.35-36 NTV
Sabemos esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado. Romanos 6.6 NBLH
Nos resulta difícil entender la magnitud de las limitaciones que encierra la palabra «esclavo». Si alguna vez has visto alguna de las películas de los esclavos africanos que trabajaban en las plantaciones de algodón, durante el siglo XIX, tendrás una leve idea de la absoluta desesperanza que acompañaba la existencia de estos cautivos.
Un esclavo, según el diccionario de la Real Academia Española, es una persona que «carece de libertad por estar bajo el dominio de otra». Es decir, no goza de los privilegios que nosotros disfrutamos a diario, fruto de la posibilidad de elegir. El esclavo no puede decidir ni siquiera los más pequeños detalles de su propia vida.
El amo es el que elige lo que viste, lo que come, el lugar en que trabaja y la cantidad de horas que puede descansar. El dueño del esclavo tiene el derecho aun a decidir si la persona merece vivir o morir.
En ningún momento consulta al esclavo acerca de los deseos o intereses que puede llegar a tener. El esclavo existe para ser usado y descartado según los antojos de quien lo adquirió.
Es por todas estas razones que vale la pena meditar en la declaración del apóstol Pablo. Por medio de la muerte de Cristo, nuestro viejo hombre fue crucificado para que ya no fuéramos esclavos del pecado. Esto quiere decir que el pecado ya no es el amo que decide lo que podemos hacer o no. El pecado no gobierna más nuestra vida.
Esta declaración le asesta un golpe mortal a uno de los conceptos más arraigados entre los que seguimos a Cristo: la idea de que no podemos vencer ciertos comportamientos pecaminosos, porque no tenemos dominio sobre ellos; y que somos las víctimas de conductas sobre las que no tenemos ningún control. Aferrados a esta falsa convicción, nos entregamos a ese comportamiento pecaminoso, resignados, porque no podemos hacer nada al respecto.
El término «destruido» significa que algo llegó a su fin, que fue invalidado; que su dominio fue desbaratado. Es decir, el pecado ya no tiene la última palabra acerca de cómo vivo. Ahora, por el poder de Aquel quien resucitó, puedo escoger otro camino. En otras palabras, soy libre. No hay absolutamente nada que me pueda atar ni privar de ese regalo que Dios me ha dado.
El principio de la transformación radica en abrazarse a esta verdad. No soy un esclavo del pecado. Como ciudadano del reino tengo acceso a otras opciones de vida. Cuento con el poder del Espíritu Santo y la ayuda oportuna del Hijo de Dios. No soy víctima. ¡Soy más que vencedor, en Cristo Jesús!
Para pensar
«Un esclavo no es un miembro permanente de la familia, pero un hijo sí forma parte de la familia para siempre. Así que, si el Hijo los hace libres, ustedes son verdaderamente libres». Juan 8.35-36 NTV
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