Vencer o ser vencidos
Vencer, o ser vencido
Dos años y medio más tarde, el 18 de julio del año once del reinado de Sedequías, abrieron una brecha en la muralla de la ciudad. Jeremías 39.2
Llevo casi dos años acompañando a Jeremías en su peregrinaje como profeta del Altísimo. Hoy llegué al capítulo donde sus insistentes profecías se cumplieron, en toda su espantosa magnitud.
¡Cuánto deben haber sufrido los atribulados habitantes de Jerusalén! Las hordas babilónicas, que habían conquistado a una nación tras otra, llegaron a las puertas de la ciudad en enero del año 588 a. C. Durante los siguientes treinta meses emplearon la estrategia más efectiva para lograr la rendición de una ciudad fortificada: el sitio.
Nadie podía entrar ni salir de la ciudad. Los habitantes refugiados detrás de sus imponentes murallas se vieron obligados a depender exclusivamente de las provisiones que habían logrado almacenar ante una eventualidad de esta naturaleza.
Resulta imposible para nosotros, inmersos en una realidad completamente diferente, entender la desesperación de la población. Con el pasar de los días se volvía más difícil conseguir los alimentos básicos para seguir sobreviviendo. En un sitio similar, implementado por el ejército alemán contra Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, la crisis llegó a diezmar de tal manera los recursos de la población que fallecían diez mil personas por mes.
El profeta Jeremías llevaba años declarando, con inusual insistencia, que la única salvación descansaba en rendirse, para ser llevados al exilio. Su mensaje cayó sobre oídos sordos y él sufrió una dura persecución por su actitud «antipatriota».
A lo largo del sitio permaneció preso, aunque el rey Sedequías lo consultó en secreto para ver si Dios había modificado en algo su palabra. Jeremías le aseguró que el mensaje seguía siendo el mismo que había proclamado durante los últimos veinte años: rendirse, para bendición, o resistirse, para muerte.
¡Qué cosa más espantosa es el orgullo que aflige nuestra existencia! Aun de cara a una calamidad de proporciones inimaginables, no estamos dispuestos a «dar el brazo a torcer».
Sedequías no era rehén del ejército babilónico, sino de su propia, implacable suficiencia. Recibió, una y otra vez, palabras de orientación por parte del profeta. No podía alegar ignorancia. Optó, sin embargo, por aferrarse a la testaruda convicción de que Dios aparecería para salvarlo. Cuando finalmente cayó la ciudad, el rey fue apresado y lo obligaron a ver cómo ejecutaban, uno por uno, a sus hijos. Luego le sacaron los ojos y lo llevaron en cadenas a Babilonia.
Se requiere una inusual valentía para rendirse y aceptar que el camino que hemos transitado no es el que Dios quería. El orgullo, como he señalado anteriormente, es un amo implacable. No está dispuesto a retroceder ante nadie ni nada. Si dejamos que reine en nuestra vida, nos conducirá indefectiblemente hacia la muerte.
Para pensar.
No pelees más contra el Señor. Si él te ha señalado un camino y te has resistido a aceptar sus instrucciones, hoy es un buen día para rendirte. Humíllate ante Dios. No esperes, como el hijo pródigo, hasta el momento en que estés sentado en medio de los cerdos. Escoge hoy volver a los brazos amorosos de tu Padre, para que él te bendiga generosamente.
Dos años y medio más tarde, el 18 de julio del año once del reinado de Sedequías, abrieron una brecha en la muralla de la ciudad. Jeremías 39.2
Llevo casi dos años acompañando a Jeremías en su peregrinaje como profeta del Altísimo. Hoy llegué al capítulo donde sus insistentes profecías se cumplieron, en toda su espantosa magnitud.
¡Cuánto deben haber sufrido los atribulados habitantes de Jerusalén! Las hordas babilónicas, que habían conquistado a una nación tras otra, llegaron a las puertas de la ciudad en enero del año 588 a. C. Durante los siguientes treinta meses emplearon la estrategia más efectiva para lograr la rendición de una ciudad fortificada: el sitio.
Nadie podía entrar ni salir de la ciudad. Los habitantes refugiados detrás de sus imponentes murallas se vieron obligados a depender exclusivamente de las provisiones que habían logrado almacenar ante una eventualidad de esta naturaleza.
Resulta imposible para nosotros, inmersos en una realidad completamente diferente, entender la desesperación de la población. Con el pasar de los días se volvía más difícil conseguir los alimentos básicos para seguir sobreviviendo. En un sitio similar, implementado por el ejército alemán contra Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, la crisis llegó a diezmar de tal manera los recursos de la población que fallecían diez mil personas por mes.
El profeta Jeremías llevaba años declarando, con inusual insistencia, que la única salvación descansaba en rendirse, para ser llevados al exilio. Su mensaje cayó sobre oídos sordos y él sufrió una dura persecución por su actitud «antipatriota».
A lo largo del sitio permaneció preso, aunque el rey Sedequías lo consultó en secreto para ver si Dios había modificado en algo su palabra. Jeremías le aseguró que el mensaje seguía siendo el mismo que había proclamado durante los últimos veinte años: rendirse, para bendición, o resistirse, para muerte.
¡Qué cosa más espantosa es el orgullo que aflige nuestra existencia! Aun de cara a una calamidad de proporciones inimaginables, no estamos dispuestos a «dar el brazo a torcer».
Sedequías no era rehén del ejército babilónico, sino de su propia, implacable suficiencia. Recibió, una y otra vez, palabras de orientación por parte del profeta. No podía alegar ignorancia. Optó, sin embargo, por aferrarse a la testaruda convicción de que Dios aparecería para salvarlo. Cuando finalmente cayó la ciudad, el rey fue apresado y lo obligaron a ver cómo ejecutaban, uno por uno, a sus hijos. Luego le sacaron los ojos y lo llevaron en cadenas a Babilonia.
Se requiere una inusual valentía para rendirse y aceptar que el camino que hemos transitado no es el que Dios quería. El orgullo, como he señalado anteriormente, es un amo implacable. No está dispuesto a retroceder ante nadie ni nada. Si dejamos que reine en nuestra vida, nos conducirá indefectiblemente hacia la muerte.
Para pensar.
No pelees más contra el Señor. Si él te ha señalado un camino y te has resistido a aceptar sus instrucciones, hoy es un buen día para rendirte. Humíllate ante Dios. No esperes, como el hijo pródigo, hasta el momento en que estés sentado en medio de los cerdos. Escoge hoy volver a los brazos amorosos de tu Padre, para que él te bendiga generosamente.
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