El adorador molesto
El adorador molesto
Algunos que estaban a la mesa se indignaron. «¿Por qué desperdiciar un perfume tan costoso?». Marcos 14.4
Ayer reflexionaba sobre el gesto de la mujer que, en un arrebato de pura generosidad, derramó un frasco de perfume sobre la cabeza de Jesús. El sacrificio era enorme, porque el costo de esta loción, preparada con esencias de nardo, equivalía al salario de un año. El tamaño de la ofrenda revela la profundidad del impacto que había tenido Jesús sobre el corazón de ella.
El Mesías no solamente recibió con agrado este acto de adoración, sino que profetizó que se hablaría en todo el mundo de lo que había hecho esta mujer, en todo lugar donde se proclamara la Buena Noticia del reino. De esta manera, puso su sello de aprobación sobre lo que fue, en esencia, uno de los más puros y genuinos actos de adoración relatados en los Evangelios.
¡Qué triste resulta, entonces, observar la reacción de los que estaban presentes!
El relato nos dice que «la regañaron severamente» (v. 5).
Las Escrituras parecieran indicar que una de las marcas que más distingue al verdadero adorador es la reacción adversa que produce en los que son testigos de ese gesto. Consideremos, por ejemplo, la dura respuesta de la mujer de Job, cuando el patriarca se postró delante de Dios y exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo estaré cuando me vaya. El SEÑOR me dio lo que tenía, y el SEÑOR me lo ha quitado. ¡Alabado sea el nombre del SEÑOR!» (Job 1.21).
La esposa, visiblemente molesta, lo animó a que maldijera a Dios y se muriera (Job 2.9).
Tampoco podemos olvidar la mirada llena de desprecio que dirigió Mical hacia su esposo, el rey David, mientras este bailaba de manera desenfrenada delante del arca del pacto. Cuando su esposo finalmente regresó a casa, Mical destilaba sarcasmo y socarronería: «¡Qué distinguido se veía hoy el rey de Israel, exhibiéndose descaradamente delante de las sirvientas tal como lo haría cualquier persona vulgar!» (2 Samuel 6.20).
Semejantes manifestaciones de amor, entre aquellos que practican una pulcra religiosidad, se ven incultas y exageradas. Es la incomodidad que podría experimentar el soltero al ver una pareja perdidamente enamorada. Sospecho, sin embargo, que en el fondo existe una especie de envidia por la intimidad que la otra persona disfruta con Dios.
Para pensar.
Quisiera que te unieras a mí y que juntos nos hagamos una pregunta: «¿Nuestra adoración molesta a otros?». No estoy hablando de que tu mano levantada le tape la visión al que está sentado en la fila de atrás, ni que por cantar desentonado irrites al que tiene mejor oído musical. Me refiero a esa clase de expresión de amor que ha muerto, definitivamente, a lo que piensan los demás. Que no nos da vergüenza adorar de manera generosa y profunda, porque estamos perdidamente enamorados de nuestro Dios.
Me gustaría pensar que, de aquí a poco tiempo, quizás algunos se estén quejando de nuestros excesos a la hora de adorar a Cristo. Será un buen indicador de que tu vida espiritual, y la mía, avanzan hacia nuevas profundidades en Dios.
Algunos que estaban a la mesa se indignaron. «¿Por qué desperdiciar un perfume tan costoso?». Marcos 14.4
Ayer reflexionaba sobre el gesto de la mujer que, en un arrebato de pura generosidad, derramó un frasco de perfume sobre la cabeza de Jesús. El sacrificio era enorme, porque el costo de esta loción, preparada con esencias de nardo, equivalía al salario de un año. El tamaño de la ofrenda revela la profundidad del impacto que había tenido Jesús sobre el corazón de ella.
El Mesías no solamente recibió con agrado este acto de adoración, sino que profetizó que se hablaría en todo el mundo de lo que había hecho esta mujer, en todo lugar donde se proclamara la Buena Noticia del reino. De esta manera, puso su sello de aprobación sobre lo que fue, en esencia, uno de los más puros y genuinos actos de adoración relatados en los Evangelios.
¡Qué triste resulta, entonces, observar la reacción de los que estaban presentes!
El relato nos dice que «la regañaron severamente» (v. 5).
Las Escrituras parecieran indicar que una de las marcas que más distingue al verdadero adorador es la reacción adversa que produce en los que son testigos de ese gesto. Consideremos, por ejemplo, la dura respuesta de la mujer de Job, cuando el patriarca se postró delante de Dios y exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo estaré cuando me vaya. El SEÑOR me dio lo que tenía, y el SEÑOR me lo ha quitado. ¡Alabado sea el nombre del SEÑOR!» (Job 1.21).
La esposa, visiblemente molesta, lo animó a que maldijera a Dios y se muriera (Job 2.9).
Tampoco podemos olvidar la mirada llena de desprecio que dirigió Mical hacia su esposo, el rey David, mientras este bailaba de manera desenfrenada delante del arca del pacto. Cuando su esposo finalmente regresó a casa, Mical destilaba sarcasmo y socarronería: «¡Qué distinguido se veía hoy el rey de Israel, exhibiéndose descaradamente delante de las sirvientas tal como lo haría cualquier persona vulgar!» (2 Samuel 6.20).
Semejantes manifestaciones de amor, entre aquellos que practican una pulcra religiosidad, se ven incultas y exageradas. Es la incomodidad que podría experimentar el soltero al ver una pareja perdidamente enamorada. Sospecho, sin embargo, que en el fondo existe una especie de envidia por la intimidad que la otra persona disfruta con Dios.
Para pensar.
Quisiera que te unieras a mí y que juntos nos hagamos una pregunta: «¿Nuestra adoración molesta a otros?». No estoy hablando de que tu mano levantada le tape la visión al que está sentado en la fila de atrás, ni que por cantar desentonado irrites al que tiene mejor oído musical. Me refiero a esa clase de expresión de amor que ha muerto, definitivamente, a lo que piensan los demás. Que no nos da vergüenza adorar de manera generosa y profunda, porque estamos perdidamente enamorados de nuestro Dios.
Me gustaría pensar que, de aquí a poco tiempo, quizás algunos se estén quejando de nuestros excesos a la hora de adorar a Cristo. Será un buen indicador de que tu vida espiritual, y la mía, avanzan hacia nuevas profundidades en Dios.
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