Sin cambios
Sin cambios
Hablas de esta manera, pero sigues haciendo todo el mal posible. Jeremías 3.5
El profeta Jeremías condenó la actitud de los israelitas que trivializaba la misericordia que Dios les ofrecía. Confiados en el eterno deseo de buscar la reconciliación con su pueblo, los judíos habían caído en el error de creer que no hacía falta ninguna expresión de arrepentimiento. Era innecesario porque el Señor, de todas maneras, los iba a perdonar.
Jeremías corrigió el error de esta percepción señalando que el perdón no se ofrece a aquellos que se empecinan en hacer todo el mal posible. Es decir, cuando no hay un cambio de comportamiento, la confesión se convierte en una burla.
La advertencia de Jeremías me lleva a reflexionar en la forma en que vivo el día a día. Nuestro llamado, según lo expresa el apóstol Pedro, es inequívoco: «Por lo tanto, vivan como hijos obedientes de Dios. No vuelvan atrás, a su vieja manera de vivir, con el fin de satisfacer sus propios deseos. Antes lo hacían por ignorancia, pero ahora sean santos en todo lo que hagan, tal como Dios, quien los eligió, es santo. Pues las Escrituras dicen: “Sean santos, porque yo soy santo”» (1 Pedro 1.14-16).
La santidad exige que mi forma de vivir se distinga de la vida de aquellos que andan en tinieblas. No puedo dejar de reflexionar, sin embargo, que en muchos sentidos no se aprecia ninguna distinción entre mi vida y la de aquellos que no conocen al Señor. Poseo los mismos malos hábitos al conducir que mis vecinos. Practico las mismas maniobras de evasión impositiva que ellos. Me divierto mirando los mismos programas que a ellos les divierten. Visto la misma ropa sensual que impone la moda del momento. Me abrazo a los mismos valores perversos que ellos enarbolan. En resumen, lo único que me diferencia de aquellos que andan en tinieblas es que los domingos asisto a una iglesia.
Esta forma de vivir consiste en «seguir haciendo todo el mal posible». No se trata de elaborar una lista de prohibiciones que rijan nuestra vida, pues esa sería la fórmula perfecta para un legalismo sofocante que apague todo indicio de vida. No obstante, debemos recuperar una forma de vivir donde examinemos todas las esferas de nuestra vida para asegurarnos de que en ningún punto nos estemos burlando de la inmensa misericordia de nuestro Padre celestial.
Una vida espiritual sana es aquella en que la confesión pasa a ser una disciplina diaria. Somos conscientes de las muchas y variadas maneras en que ofendemos a nuestro Dios y eso nos produce un dolor intenso. Por esto, nos acercamos a él con congoja en el corazón, deseosos de vivir una vida que le agrada en todo. Damos gracias por su amor, pero no deseamos abusar de un regalo que le costó la vida a su Hijo.
Para pensar,
«Ahora bien, ¿deberíamos seguir pecando para que Dios nos muestre más y más su gracia maravillosa? ¡Por supuesto que no! Nosotros hemos muerto al pecado, entonces, ¿cómo es posible que sigamos viviendo en pecado?». Romanos 6.1-2
Hablas de esta manera, pero sigues haciendo todo el mal posible. Jeremías 3.5
El profeta Jeremías condenó la actitud de los israelitas que trivializaba la misericordia que Dios les ofrecía. Confiados en el eterno deseo de buscar la reconciliación con su pueblo, los judíos habían caído en el error de creer que no hacía falta ninguna expresión de arrepentimiento. Era innecesario porque el Señor, de todas maneras, los iba a perdonar.
Jeremías corrigió el error de esta percepción señalando que el perdón no se ofrece a aquellos que se empecinan en hacer todo el mal posible. Es decir, cuando no hay un cambio de comportamiento, la confesión se convierte en una burla.
La advertencia de Jeremías me lleva a reflexionar en la forma en que vivo el día a día. Nuestro llamado, según lo expresa el apóstol Pedro, es inequívoco: «Por lo tanto, vivan como hijos obedientes de Dios. No vuelvan atrás, a su vieja manera de vivir, con el fin de satisfacer sus propios deseos. Antes lo hacían por ignorancia, pero ahora sean santos en todo lo que hagan, tal como Dios, quien los eligió, es santo. Pues las Escrituras dicen: “Sean santos, porque yo soy santo”» (1 Pedro 1.14-16).
La santidad exige que mi forma de vivir se distinga de la vida de aquellos que andan en tinieblas. No puedo dejar de reflexionar, sin embargo, que en muchos sentidos no se aprecia ninguna distinción entre mi vida y la de aquellos que no conocen al Señor. Poseo los mismos malos hábitos al conducir que mis vecinos. Practico las mismas maniobras de evasión impositiva que ellos. Me divierto mirando los mismos programas que a ellos les divierten. Visto la misma ropa sensual que impone la moda del momento. Me abrazo a los mismos valores perversos que ellos enarbolan. En resumen, lo único que me diferencia de aquellos que andan en tinieblas es que los domingos asisto a una iglesia.
Esta forma de vivir consiste en «seguir haciendo todo el mal posible». No se trata de elaborar una lista de prohibiciones que rijan nuestra vida, pues esa sería la fórmula perfecta para un legalismo sofocante que apague todo indicio de vida. No obstante, debemos recuperar una forma de vivir donde examinemos todas las esferas de nuestra vida para asegurarnos de que en ningún punto nos estemos burlando de la inmensa misericordia de nuestro Padre celestial.
Una vida espiritual sana es aquella en que la confesión pasa a ser una disciplina diaria. Somos conscientes de las muchas y variadas maneras en que ofendemos a nuestro Dios y eso nos produce un dolor intenso. Por esto, nos acercamos a él con congoja en el corazón, deseosos de vivir una vida que le agrada en todo. Damos gracias por su amor, pero no deseamos abusar de un regalo que le costó la vida a su Hijo.
Para pensar,
«Ahora bien, ¿deberíamos seguir pecando para que Dios nos muestre más y más su gracia maravillosa? ¡Por supuesto que no! Nosotros hemos muerto al pecado, entonces, ¿cómo es posible que sigamos viviendo en pecado?». Romanos 6.1-2
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