Por fin!
¡Por fin!
Al sentarse a comer, tomó el pan y lo bendijo. Luego lo partió y se lo dio a ellos. De pronto, se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y, en ese instante, Jesús desapareció. Lucas 24.30-31
Los dos que iban camino a Emaús habían sido alcanzados por Jesús, quien entabló con ellos una conversación. Al ver lo afligidos que estaban, les explicó que era necesario que el Mesías sufriera lo que había sufrido. Recorrió las Escrituras desde Moisés hasta el último de los profetas presentando los textos, uno tras otro, para demostrarles que nada extraño había ocurrido.
El relato de Lucas nos dice que sus corazones ardían mientras él les explicaba las Escrituras (v. 32). Esto no es más que el mover del Espíritu en ellos, intentando despertar sus facultades espirituales para que pudieran entender la Verdad. Ellos percibían que algo estaba ocurriendo, pero su estado no les permitía interpretar correctamente lo que significaba ese ardor. Al igual que el joven Samuel, escuchaban la voz del Señor, pero no sabían que era él quien les hablaba.
Aunque Jesús amagó a seguir de largo, ellos insistieron que se quedara a cenar con ellos. Algo se había despertado en su interior y querían entender mejor todo lo que habían vivido en los últimos días. El Señor accedió a su pedido y cuando tomó el pan y lo bendijo, finalmente fueron abiertos los ojos de ellos. Quizás lo que no entendieron por el camino del razonamiento lo pudieron entender por medio de ese gesto, que les resultaba tan familiar que no podía ser otro que Jesús quien lo realizaba.
¡Bendito momento de iluminación! El Señor no se da por vencido. Tal como afirma el autor de Hebreos, Dios nos habla por muchos caminos y en muchos momentos para que podamos entender lo que nos quiere decir (Hebreos 1.1-2).
Ese amor insistente, perseverante, terco, generoso, es la fuente de nuestra salvación. El Señor no deja de buscarnos, aun cuando no estamos interesados en que nos busque. No obstante, él ha propuesto que nos va a rescatar del foso en que hemos caído y no descansará en sus intentos por lograrlo.
Cuando tengamos la sensación de que somos nosotros los que estamos haciendo todo el esfuerzo, podemos dar por sentado que nuestra perspectiva se ha desviado de la verdad. La realidad es otra, como señala el profeta Isaías: «Me dejé buscar por los que no preguntaban por Mí; Me dejé hallar por los que no Me buscaban. Dije: “Aquí estoy, aquí estoy,” a una nación que no invocaba Mi nombre» (65.1, NBLH).
Nuestro desafío consiste en hacer menos esfuerzo propio, para prestar más atención a la insistente voz de nuestro Amante celestial. «Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros» (Santiago 4.5, NBLH). Todo el día él nos llama. Quizás debamos prestar más atención a esos momentos en que nuestros corazones arden dentro de nosotros; es el Señor que nos está hablando.
Para pensar
«¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho? ¿Puede no sentir amor por el niño al que dio a luz? Pero aun si eso fuera posible, yo no los olvidaría a ustedes. Mira, he escrito tu nombre en las palmas de mis manos». Isaías 49.15-16
Al sentarse a comer, tomó el pan y lo bendijo. Luego lo partió y se lo dio a ellos. De pronto, se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y, en ese instante, Jesús desapareció. Lucas 24.30-31
Los dos que iban camino a Emaús habían sido alcanzados por Jesús, quien entabló con ellos una conversación. Al ver lo afligidos que estaban, les explicó que era necesario que el Mesías sufriera lo que había sufrido. Recorrió las Escrituras desde Moisés hasta el último de los profetas presentando los textos, uno tras otro, para demostrarles que nada extraño había ocurrido.
El relato de Lucas nos dice que sus corazones ardían mientras él les explicaba las Escrituras (v. 32). Esto no es más que el mover del Espíritu en ellos, intentando despertar sus facultades espirituales para que pudieran entender la Verdad. Ellos percibían que algo estaba ocurriendo, pero su estado no les permitía interpretar correctamente lo que significaba ese ardor. Al igual que el joven Samuel, escuchaban la voz del Señor, pero no sabían que era él quien les hablaba.
Aunque Jesús amagó a seguir de largo, ellos insistieron que se quedara a cenar con ellos. Algo se había despertado en su interior y querían entender mejor todo lo que habían vivido en los últimos días. El Señor accedió a su pedido y cuando tomó el pan y lo bendijo, finalmente fueron abiertos los ojos de ellos. Quizás lo que no entendieron por el camino del razonamiento lo pudieron entender por medio de ese gesto, que les resultaba tan familiar que no podía ser otro que Jesús quien lo realizaba.
¡Bendito momento de iluminación! El Señor no se da por vencido. Tal como afirma el autor de Hebreos, Dios nos habla por muchos caminos y en muchos momentos para que podamos entender lo que nos quiere decir (Hebreos 1.1-2).
Ese amor insistente, perseverante, terco, generoso, es la fuente de nuestra salvación. El Señor no deja de buscarnos, aun cuando no estamos interesados en que nos busque. No obstante, él ha propuesto que nos va a rescatar del foso en que hemos caído y no descansará en sus intentos por lograrlo.
Cuando tengamos la sensación de que somos nosotros los que estamos haciendo todo el esfuerzo, podemos dar por sentado que nuestra perspectiva se ha desviado de la verdad. La realidad es otra, como señala el profeta Isaías: «Me dejé buscar por los que no preguntaban por Mí; Me dejé hallar por los que no Me buscaban. Dije: “Aquí estoy, aquí estoy,” a una nación que no invocaba Mi nombre» (65.1, NBLH).
Nuestro desafío consiste en hacer menos esfuerzo propio, para prestar más atención a la insistente voz de nuestro Amante celestial. «Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros» (Santiago 4.5, NBLH). Todo el día él nos llama. Quizás debamos prestar más atención a esos momentos en que nuestros corazones arden dentro de nosotros; es el Señor que nos está hablando.
Para pensar
«¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho? ¿Puede no sentir amor por el niño al que dio a luz? Pero aun si eso fuera posible, yo no los olvidaría a ustedes. Mira, he escrito tu nombre en las palmas de mis manos». Isaías 49.15-16
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