Interpretaciones apresuradas
Interpretaciones apresuradas
Mientras Ana oraba al SEÑOR, Elí la observaba y la veía mover los labios. Pero como no oía ningún sonido, pensó que estaba ebria. 1 Samuel 1.12-13
Ana vivía el más horrible de los martirios. No lograba quedar embarazada y, lejos de encontrar el consuelo y la compasión para sobrellevar su dolor, había sido convertida en objeto de burlas por parte de Penina, la otra esposa de Elcana. Año tras año, Penina la provocaba con sus hirientes comentarios, añadiendo aún mayor intensidad a la angustia de ser estéril.
En una de las oportunidades en las que, como familia, subieron a la ciudad de Silo para adorar al Señor, la desazón de Ana la condujo a derramar su alma ante el Todopoderoso.
El historiador nos dice que «Ana, con una profunda angustia, lloraba amargamente mientras oraba» (v. 10).
Podemos imaginar el desconsuelo con que rogaba a Dios por un hijo. Abrumada por la tristeza, seguramente se hamacaba por la intensidad de sus peticiones, mientras derramaba profusas lágrimas en la presencia del Señor. Sus oraciones probablemente consistían más en gemidos que en frases bien articuladas.
Elí, el sacerdote, observó su comportamiento y rápidamente llegó a lo que consideraba una acertada conclusión: la mujer se había «pasado de copas», y ahora se comportaba indecentemente en presencia del Señor. No dudó en censurarla:
«¿Tienes que venir borracha? —le reclamó—. ¡Abandona el vino!» (v. 14).
¡Qué rápidos somos para juzgar a los de nuestro alrededor!
Con cuánta facilidad llegamos a conclusiones acerca de quiénes son o qué es lo que está ocurriendo en sus vidas. Y nuestras conclusiones muchas veces se basan en las precarias observaciones realizadas en unos breves instantes de contacto con la otra persona.
Miramos su rostro, su postura, su vestimenta o su comportamiento e inmediatamente llegamos a una conclusión, la cual generalmente es desfavorable. Y unos segundos más tarde ya la estamos condenando, basados exclusivamente en lo que hemos observado.
Lo más triste de este proceso es que creemos, a ciegas, que nuestra lectura es siempre acertada y, por eso, no dudamos en condenar. Pero el sacerdote no pudo haber estado más equivocado acerca de lo observado en Ana. Él creía que ella estaba ebria. Pero ella, en realidad, buscaba fervientemente el rostro del Señor. Lejos de un comportamiento vergonzoso, Ana daba testimonio de su profunda fe y se convertiría en inspiración para generaciones de mujeres atormentadas por la esterilidad.
Qué bueno sería que mostráramos el mismo celo por evaluar nuestra propia vida y que nos abstuviéramos de ser tan implacables con nuestro prójimo. Necesitamos vivir en entornos donde abunden la compasión y la misericordia. Abstenernos de juzgar, por temor a estar equivocados, nos ofrece una invalorable oportunidad para corregir nuestras primeras percepciones, las cuales generalmente están plagadas de desaciertos. Extendamos a los demás la misma generosidad que anhelamos para nuestra propia vida. Si nos vamos a apurar, que sea para compartir con los demás el generoso amor de nuestro Padre celestial.
Para pensar.
«La compasión curará más pecados que la condenación». Henry Ward Beecher
Mientras Ana oraba al SEÑOR, Elí la observaba y la veía mover los labios. Pero como no oía ningún sonido, pensó que estaba ebria. 1 Samuel 1.12-13
Ana vivía el más horrible de los martirios. No lograba quedar embarazada y, lejos de encontrar el consuelo y la compasión para sobrellevar su dolor, había sido convertida en objeto de burlas por parte de Penina, la otra esposa de Elcana. Año tras año, Penina la provocaba con sus hirientes comentarios, añadiendo aún mayor intensidad a la angustia de ser estéril.
En una de las oportunidades en las que, como familia, subieron a la ciudad de Silo para adorar al Señor, la desazón de Ana la condujo a derramar su alma ante el Todopoderoso.
El historiador nos dice que «Ana, con una profunda angustia, lloraba amargamente mientras oraba» (v. 10).
Podemos imaginar el desconsuelo con que rogaba a Dios por un hijo. Abrumada por la tristeza, seguramente se hamacaba por la intensidad de sus peticiones, mientras derramaba profusas lágrimas en la presencia del Señor. Sus oraciones probablemente consistían más en gemidos que en frases bien articuladas.
Elí, el sacerdote, observó su comportamiento y rápidamente llegó a lo que consideraba una acertada conclusión: la mujer se había «pasado de copas», y ahora se comportaba indecentemente en presencia del Señor. No dudó en censurarla:
«¿Tienes que venir borracha? —le reclamó—. ¡Abandona el vino!» (v. 14).
¡Qué rápidos somos para juzgar a los de nuestro alrededor!
Con cuánta facilidad llegamos a conclusiones acerca de quiénes son o qué es lo que está ocurriendo en sus vidas. Y nuestras conclusiones muchas veces se basan en las precarias observaciones realizadas en unos breves instantes de contacto con la otra persona.
Miramos su rostro, su postura, su vestimenta o su comportamiento e inmediatamente llegamos a una conclusión, la cual generalmente es desfavorable. Y unos segundos más tarde ya la estamos condenando, basados exclusivamente en lo que hemos observado.
Lo más triste de este proceso es que creemos, a ciegas, que nuestra lectura es siempre acertada y, por eso, no dudamos en condenar. Pero el sacerdote no pudo haber estado más equivocado acerca de lo observado en Ana. Él creía que ella estaba ebria. Pero ella, en realidad, buscaba fervientemente el rostro del Señor. Lejos de un comportamiento vergonzoso, Ana daba testimonio de su profunda fe y se convertiría en inspiración para generaciones de mujeres atormentadas por la esterilidad.
Qué bueno sería que mostráramos el mismo celo por evaluar nuestra propia vida y que nos abstuviéramos de ser tan implacables con nuestro prójimo. Necesitamos vivir en entornos donde abunden la compasión y la misericordia. Abstenernos de juzgar, por temor a estar equivocados, nos ofrece una invalorable oportunidad para corregir nuestras primeras percepciones, las cuales generalmente están plagadas de desaciertos. Extendamos a los demás la misma generosidad que anhelamos para nuestra propia vida. Si nos vamos a apurar, que sea para compartir con los demás el generoso amor de nuestro Padre celestial.
Para pensar.
«La compasión curará más pecados que la condenación». Henry Ward Beecher
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