Búsqueda desesperada
Búsqueda desesperada
Levántense durante la noche y clamen. Desahoguen el corazón como agua delante del Señor. Levanten a él sus manos en oración. Lamentaciones 2.19
El libro de Lamentaciones proveyó al pueblo, llevado al exilio por los babilonios, las formas para expresar su desgarradora angustia por la desolación que había venido sobre Israel. Intentaba mantener viva la relación con Dios aun cuando la calamidad había arrasado con el mundo, tal como se conocía hasta ese momento.
Nuestra tendencia, en medio del desconcierto que trae la desgracia, es recluirnos. Nos sentamos en medio de nuestra congoja y le damos rienda suelta a un torbellino de preguntas que nos atormentan sin cesar. El autor de Lamentaciones, que seguramente había sido golpeado tan intensamente como sus compatriotas, se anima a proponer que la angustia se convierta en el motor que nos movilice a buscar más intensamente al Señor. De hecho, se atreve a exhortar: «Que sus lágrimas corran como un río, de día y de noche. No se den descanso; no les den alivio a sus ojos» (v. 18).
La intensidad de esta búsqueda del Altísimo es la que me seduce, aun cuando sea producto de una violenta tragedia tal como la que vivió Judá. Se trata de algo mucho más profundo que una oración; puede compararse al momento en el que un vaso se vuelca. Cuando el agua que contiene se derrama, no sigue un recorrido prolijo y delicado. Se desparrama sin consideración ni respeto y cubre todo lo que pueda tener por delante.
Así es, también, la persona cuyo corazón ha sido tocado por la desesperación. No logra limitarse a las frases, gastadas por la rutina, que impone la religión. Desconoce horarios y espacios «apropiados» para buscar al Señor. A cada momento golpea, una y otra vez, las puertas del cielo, porque entiende que desde allí vendrá lo que tanto necesita para el momento que vive.
Si pudiéramos entender cuán grande es nuestra necesidad de Dios, aun sin pasar por la amarga experiencia de una calamidad, la desesperación también pasaría a ser el motor de nuestros más profundos impulsos. Desaparecería por completo la estructura predecible de nuestra vida espiritual y nos veríamos arrastrados hacia un incesante clamor por mayor intimidad con el Señor. Anhelaríamos entrar en esa maravillosa intimidad que disfrutó Moisés, quien hablaba con Dios cara a cara, como lo hace un amigo con otro (Números 12.8).
Esta cercanía nunca puede ser alcanzada por medio del esfuerzo humano. La carne jamás podrá conducirnos hacia una vida espiritual más profunda. Necesitamos que el Espíritu nos guíe hacia ese lugar sagrado al que tenemos acceso por medio del sacrificio del Cordero de Dios. Y las Escrituras dan testimonio de que eso es precisamente lo que él está haciendo, pues Santiago nos dice que «Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros» (4.5, NBLH). La parte que nos toca a nosotros es responder a ese celoso anhelo.
Para pensar.
Una buena manera de iniciar ese peregrinaje es pedirle al Señor que abra nuestros ojos, destape nuestros oídos y sensibilice nuestro corazón para que podamos escuchar más nítidamente la voz de nuestro Amante celestial. Rápidamente descubriremos que todo el día nos llama a centrarnos en su persona.
Levántense durante la noche y clamen. Desahoguen el corazón como agua delante del Señor. Levanten a él sus manos en oración. Lamentaciones 2.19
El libro de Lamentaciones proveyó al pueblo, llevado al exilio por los babilonios, las formas para expresar su desgarradora angustia por la desolación que había venido sobre Israel. Intentaba mantener viva la relación con Dios aun cuando la calamidad había arrasado con el mundo, tal como se conocía hasta ese momento.
Nuestra tendencia, en medio del desconcierto que trae la desgracia, es recluirnos. Nos sentamos en medio de nuestra congoja y le damos rienda suelta a un torbellino de preguntas que nos atormentan sin cesar. El autor de Lamentaciones, que seguramente había sido golpeado tan intensamente como sus compatriotas, se anima a proponer que la angustia se convierta en el motor que nos movilice a buscar más intensamente al Señor. De hecho, se atreve a exhortar: «Que sus lágrimas corran como un río, de día y de noche. No se den descanso; no les den alivio a sus ojos» (v. 18).
La intensidad de esta búsqueda del Altísimo es la que me seduce, aun cuando sea producto de una violenta tragedia tal como la que vivió Judá. Se trata de algo mucho más profundo que una oración; puede compararse al momento en el que un vaso se vuelca. Cuando el agua que contiene se derrama, no sigue un recorrido prolijo y delicado. Se desparrama sin consideración ni respeto y cubre todo lo que pueda tener por delante.
Así es, también, la persona cuyo corazón ha sido tocado por la desesperación. No logra limitarse a las frases, gastadas por la rutina, que impone la religión. Desconoce horarios y espacios «apropiados» para buscar al Señor. A cada momento golpea, una y otra vez, las puertas del cielo, porque entiende que desde allí vendrá lo que tanto necesita para el momento que vive.
Si pudiéramos entender cuán grande es nuestra necesidad de Dios, aun sin pasar por la amarga experiencia de una calamidad, la desesperación también pasaría a ser el motor de nuestros más profundos impulsos. Desaparecería por completo la estructura predecible de nuestra vida espiritual y nos veríamos arrastrados hacia un incesante clamor por mayor intimidad con el Señor. Anhelaríamos entrar en esa maravillosa intimidad que disfrutó Moisés, quien hablaba con Dios cara a cara, como lo hace un amigo con otro (Números 12.8).
Esta cercanía nunca puede ser alcanzada por medio del esfuerzo humano. La carne jamás podrá conducirnos hacia una vida espiritual más profunda. Necesitamos que el Espíritu nos guíe hacia ese lugar sagrado al que tenemos acceso por medio del sacrificio del Cordero de Dios. Y las Escrituras dan testimonio de que eso es precisamente lo que él está haciendo, pues Santiago nos dice que «Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros» (4.5, NBLH). La parte que nos toca a nosotros es responder a ese celoso anhelo.
Para pensar.
Una buena manera de iniciar ese peregrinaje es pedirle al Señor que abra nuestros ojos, destape nuestros oídos y sensibilice nuestro corazón para que podamos escuchar más nítidamente la voz de nuestro Amante celestial. Rápidamente descubriremos que todo el día nos llama a centrarnos en su persona.
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