Servicio desinteresado
Servicio desinteresado
Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó.
Juan 13.2–4
Uno de los elementos que frecuentemente entorpece nuestro deseo de servir a otros es nuestra tendencia natural a buscar algún beneficio personal en lo que hacemos por los demás. Por supuesto, ninguno de nosotros reconocería abiertamente la existencia de esta inclinación en nuestra vida. Quisiéramos creer que nuestro servicio es completamente desinteresado. Sin embargo, si permitimos que el Espíritu escudriñe con más cuidado nuestro corazón, probablemente salgan a luz ciertos intereses personales que nos sorprenderán.
En su relato de esta singular experiencia en la vida de los discípulos, Juan ya nos ha hecho notar algunas de las realidades espirituales que rodeaban el lavamiento de pies que realizó Jesús. En este versículo, añade que Cristo sabía «que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba». Esta declaración tiene singular importancia para el tema que hoy nos concierne.
Jesús estaba por realizar un acto de servicio con connotaciones absolutamente domésticas. Desde una perspectiva personal, no había beneficio alguno en lo que se había propuesto hacer. No solamente esto, sino que Cristo era conciente de la verdadera dimensión de su autoridad espiritual: ¡el Padre había entregado todas las cosas en sus manos! Su origen era celestial, y su destino también era celestial. No le faltaba nada, ni tenía necesidad de cosa alguna.
Sabiendo que este acto no modificaría en nada su situación personal, ni traería algún resultado dramático a su ministerio, Cristo escogió hacer suya la responsabilidad reservada para los siervos de la casa.
Es en esta decisión que encontramos la más genuina expresión de lo que significa servir. Muchas veces servimos a los que nos pueden demostrar gratitud, a los que nos pueden ayudar en nuestros proyectos, o a los que pueden añadir un poco de prestigio a nuestra vida. Rara vez, sin embargo, nos «rebajamos» a servir a aquellos que no tienen absolutamente nada que aportar a nuestra vida. Cristo escogió este camino, y en su ejemplo está parte del secreto de su grandeza. El servicio que verdaderamente impacta, es aquel donde dejamos de lado el prestigio y la autoridad de nuestra posición, y servimos simplemente por el gozo de servir.
Para pensar:
Oswald Chambers escribe: «El servicio es la manifestación visible de una superabundante devoción hacia Dios». Solamente podremos movernos correctamente en el servicio cuando es una expresión de la intensidad de nuestra relación con el Señor.
Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó.
Juan 13.2–4
Uno de los elementos que frecuentemente entorpece nuestro deseo de servir a otros es nuestra tendencia natural a buscar algún beneficio personal en lo que hacemos por los demás. Por supuesto, ninguno de nosotros reconocería abiertamente la existencia de esta inclinación en nuestra vida. Quisiéramos creer que nuestro servicio es completamente desinteresado. Sin embargo, si permitimos que el Espíritu escudriñe con más cuidado nuestro corazón, probablemente salgan a luz ciertos intereses personales que nos sorprenderán.
En su relato de esta singular experiencia en la vida de los discípulos, Juan ya nos ha hecho notar algunas de las realidades espirituales que rodeaban el lavamiento de pies que realizó Jesús. En este versículo, añade que Cristo sabía «que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba». Esta declaración tiene singular importancia para el tema que hoy nos concierne.
Jesús estaba por realizar un acto de servicio con connotaciones absolutamente domésticas. Desde una perspectiva personal, no había beneficio alguno en lo que se había propuesto hacer. No solamente esto, sino que Cristo era conciente de la verdadera dimensión de su autoridad espiritual: ¡el Padre había entregado todas las cosas en sus manos! Su origen era celestial, y su destino también era celestial. No le faltaba nada, ni tenía necesidad de cosa alguna.
Sabiendo que este acto no modificaría en nada su situación personal, ni traería algún resultado dramático a su ministerio, Cristo escogió hacer suya la responsabilidad reservada para los siervos de la casa.
Es en esta decisión que encontramos la más genuina expresión de lo que significa servir. Muchas veces servimos a los que nos pueden demostrar gratitud, a los que nos pueden ayudar en nuestros proyectos, o a los que pueden añadir un poco de prestigio a nuestra vida. Rara vez, sin embargo, nos «rebajamos» a servir a aquellos que no tienen absolutamente nada que aportar a nuestra vida. Cristo escogió este camino, y en su ejemplo está parte del secreto de su grandeza. El servicio que verdaderamente impacta, es aquel donde dejamos de lado el prestigio y la autoridad de nuestra posición, y servimos simplemente por el gozo de servir.
Para pensar:
Oswald Chambers escribe: «El servicio es la manifestación visible de una superabundante devoción hacia Dios». Solamente podremos movernos correctamente en el servicio cuando es una expresión de la intensidad de nuestra relación con el Señor.
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