Agradar a Cristo
Agradar a Cristo
¿Acaso busco ahora la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. Gálatas 1.10
La iglesia de Galacia se había enredado en una serie de conflictos relacionados con la clase de vida que debían llevar los discípulos de Cristo.
Un grupo de judaizantes argumentaban que era necesario que los nuevos convertidos incorporaran a sus vidas las prácticas de la ley para ser salvos. Una de las acusaciones que habían elevado contra el apóstol -el cual insistía en que los gentiles se podían convertir sin este elaborado proceso- era que él había «aguado» los requisitos de la ley para caer en gracia con los gentiles.
Argumentaban que muchos de ellos no se hubieran convertido si hubieran sabido los verdaderos «requisitos» para seguir a Jesús. Veían en Pablo a alguien culpable de adaptar el evangelio para no ofender a sus oyentes.
Tal acusación no debe ser tomada con liviandad. Todos nosotros tenemos un profundo deseo de ser aceptados por los que nos rodean. A nadie le gusta vivir aislado y marginado por sus pares. En algunos, este deseo puede ser tan intenso, que están dispuestos a ceder en sus convicciones con tal de recibir la aprobación de los demás.
Para aquellos que servimos dentro de la iglesia en ministerios de enseñanza y predicación de la Palabra, el peligro de adaptar el evangelio siempre está presente. Considere lo poco popular que son muchas de las verdades que proclama la Palabra, como el llamado a la santidad, la sencillez, la negación de uno mismo, o el rechazo absoluto hacia ciertas prácticas pecaminosas.
Los principios del reino contradicen y confrontan los conceptos populares del mundo. Quien se dedica a proclamarlos sin modificación puede ser tildado de radical, insensible, anticuado o desubicado. Es mucho más fácil «adaptar» el mensaje a la cultura en la que vivimos, hablando y proclamando aquellas verdades que serán bien recibidas por el pueblo. De hecho, esta es una tendencia que caracterizará a la iglesia de Cristo en los últimos tiempos. Pablo afirma, en su segunda carta a Timoteo, que en los últimos tiempos habrá personas que «no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias pasiones, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas» (4.3–4).
Observe cuán radical es la respuesta de Pablo a las acusaciones de los judaizantes en la iglesia de Galacia. Declara, sin rodeos, que no es posible servir a Cristo si uno desea agradar a los hombres. Una cosa es incompatible con la otra.
Quien se dedica a proclamar la Verdad de Dios debe estar dispuesto a convivir con los reproches y los reclamos de aquellos que se escandalizan por nuestra enseñanza. No buscamos escandalizar deliberadamente, mas será uno de los resultados inevitables de proclamar la Palabra. Todo ministro debe evaluar si está dispuesto a pagar este precio para ser fiel a su llamado.
Para pensar:
«Vive en paz, si es posible; más vive la Verdad, cueste lo que cueste». Martín Lutero.
¿Acaso busco ahora la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. Gálatas 1.10
La iglesia de Galacia se había enredado en una serie de conflictos relacionados con la clase de vida que debían llevar los discípulos de Cristo.
Un grupo de judaizantes argumentaban que era necesario que los nuevos convertidos incorporaran a sus vidas las prácticas de la ley para ser salvos. Una de las acusaciones que habían elevado contra el apóstol -el cual insistía en que los gentiles se podían convertir sin este elaborado proceso- era que él había «aguado» los requisitos de la ley para caer en gracia con los gentiles.
Argumentaban que muchos de ellos no se hubieran convertido si hubieran sabido los verdaderos «requisitos» para seguir a Jesús. Veían en Pablo a alguien culpable de adaptar el evangelio para no ofender a sus oyentes.
Tal acusación no debe ser tomada con liviandad. Todos nosotros tenemos un profundo deseo de ser aceptados por los que nos rodean. A nadie le gusta vivir aislado y marginado por sus pares. En algunos, este deseo puede ser tan intenso, que están dispuestos a ceder en sus convicciones con tal de recibir la aprobación de los demás.
Para aquellos que servimos dentro de la iglesia en ministerios de enseñanza y predicación de la Palabra, el peligro de adaptar el evangelio siempre está presente. Considere lo poco popular que son muchas de las verdades que proclama la Palabra, como el llamado a la santidad, la sencillez, la negación de uno mismo, o el rechazo absoluto hacia ciertas prácticas pecaminosas.
Los principios del reino contradicen y confrontan los conceptos populares del mundo. Quien se dedica a proclamarlos sin modificación puede ser tildado de radical, insensible, anticuado o desubicado. Es mucho más fácil «adaptar» el mensaje a la cultura en la que vivimos, hablando y proclamando aquellas verdades que serán bien recibidas por el pueblo. De hecho, esta es una tendencia que caracterizará a la iglesia de Cristo en los últimos tiempos. Pablo afirma, en su segunda carta a Timoteo, que en los últimos tiempos habrá personas que «no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias pasiones, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas» (4.3–4).
Observe cuán radical es la respuesta de Pablo a las acusaciones de los judaizantes en la iglesia de Galacia. Declara, sin rodeos, que no es posible servir a Cristo si uno desea agradar a los hombres. Una cosa es incompatible con la otra.
Quien se dedica a proclamar la Verdad de Dios debe estar dispuesto a convivir con los reproches y los reclamos de aquellos que se escandalizan por nuestra enseñanza. No buscamos escandalizar deliberadamente, mas será uno de los resultados inevitables de proclamar la Palabra. Todo ministro debe evaluar si está dispuesto a pagar este precio para ser fiel a su llamado.
Para pensar:
«Vive en paz, si es posible; más vive la Verdad, cueste lo que cueste». Martín Lutero.
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