Quien calla, otorga?

Quien calla, ¿otorga?
 
Mientras ustedes hacían todo esto, yo permanecí en silencio, y pensaron que no me importaba. Pero ahora los voy a reprender, presentaré todas las acusaciones que tengo contra ustedes.   Salmo 50.21
 
Uno de los desafíos que nos presenta la vida espiritual es que caminamos junto a un Dios que no utiliza los mismos medios que nosotros para hablarnos. Nuestra falta de sensibilidad a su voz lleva a que muchas veces no percibamos lo que quiere decirnos. Pero también es verdad que el Señor frecuentemente guarda silencio. De hecho, los grandes héroes de la fe fueron forjados al enfrentarse al desafío de caminar con un Dios de silencios.
 
El silencio de Dios puede conducirnos a una conclusión fatal: creer que él permanece indiferente frente a la forma en que nos movemos en la vida. Este error es especialmente dañino cuando nuestra vida transita por el camino del pecado. Creemos que la falta de reprensión, por parte del Señor, implica que en realidad no le importa que actuemos de forma pecaminosa. Acabamos adoptando una postura descarada frente al pecado, convencidos de que no afecta en nada nuestra relación con él.
 
Esta es la clase de actitud que denuncia el salmista: «rechazan mi disciplina y tratan mis palabras como basura. Cuando ven ladrones, les dan su aprobación, y se pasan el tiempo con adúlteros. Tienen la boca llena de maldad, y la lengua repleta de mentiras. Se la pasan calumniando a su hermano, a su propio hermano de sangre» (vv. 17-20).
 
El silencio de Dios no significa, de ninguna manera, aprobación. Al contrario, el día del juicio es una de las certezas que proclama la Palabra. Para algunos llegará durante su peregrinaje terrenal, como ocurrió con Herodes, que murió comido por gusanos «porque él aceptó la adoración de la gente en lugar de darle la gloria a Dios» (Hechos 12.23).
 
Lo mismo aconteció con Ananías y Safira, que creyeron que nadie descubriría la deshonestidad con que se habían movido al ofrendar al Señor (Hechos 5.5-10).
 
Para otros llegará cuando estemos «delante de Cristo para ser juzgados. Cada uno de nosotros recibirá lo que merezca por lo bueno o lo malo que haya hecho mientras estaba en este cuerpo terrenal» (2 Corintios 5.10). De este proceso no se salvará nadie.
No cometamos el error de creer que el silencio de Dios indica que es indiferente a nuestra forma de vivir. Más bien, tengamos por regla de vida la exhortación de Santiago: «En todo lo que digan y en todo lo que hagan, recuerden que serán juzgados por la ley que los hace libres» (Santiago 2.12).
Nuestro deseo más profundo debe ser agradar al Señor en todo, sea palabra o hecho. No debe motivarnos tanto el hecho de que seremos juzgados, sino el deseo de alegrar el corazón de aquel que ha sido tan increíblemente bondadoso con nosotros.
 
Para pensar.
Los momentos que mayor disciplina requieren son aquellos en que nadie nos ve. Es allí donde nos sentimos tentados a bajar la guardia y hacer aquello que no haríamos nunca si otros estuvieran con nosotros. Vivamos en privado con la misma moderación que vivimos en público.

No Comments