Cuando reina la confusión

Cuando reina la confusión
 
Algunos de nuestros hombres corrieron para averiguarlo, y efectivamente el cuerpo no estaba, tal como las mujeres habían dicho. Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios son! Les cuesta tanto creer todo lo que los profetas escribieron en las Escrituras».   Lucas 24.24-25
 
Cuando Jesús les preguntó a los dos que iban camino a Emaús acerca de lo que hablaban, se apoderó de ellos el asombro. ¿Cómo podía ser que este hombre no supiera nada sobre los eventos que habían convulsionado a Jerusalén?
 
Rápidamente se aprestaron a ofrecerle un breve relato de lo acontecido.
«Las cosas que le sucedieron a Jesús, el hombre de Nazaret —le dijeron—. Era un profeta que hizo milagros poderosos, y también era un gran maestro a los ojos de Dios y de todo el pueblo. Sin embargo, los principales sacerdotes y otros líderes religiosos lo entregaron para que fuera condenado a muerte, y lo crucificaron. Nosotros teníamos la esperanza de que fuera el Mesías que había venido para rescatar a Israel» (vv. 19-21).
 
En su relato queda develada la profundidad de su desilusión. Se habían aferrado a la esperanza de que Jesús fuera el que rescataría a Israel. Pero sus expectativas quedaron sepultadas en la inesperada traición y crucifixión del Mesías. Convencidos de que permanecía muerto, caminaban completamente abatidos.
Hemos observado que las ataduras que provienen de una mentira no nos permiten reconocer la presencia de Jesús en nuestro medio y, además, afectan profundamente nuestro estado de ánimo. Nuestros sentimientos se alienan con lo que pensamos. En el texto de hoy podemos identificar una tercera consecuencia de vivir bajo la convicción de una mentira: no lograr descifrar el significado de los movimientos de Dios en nuestro medio.
 
Las mujeres que bajaron al sepulcro fueron las primeras en anunciar que el cuerpo no se encontraba allí adentro. Además, relataron cómo un ángel les había anunciado que Cristo estaba vivo. Pedro y Juan fueron a investigar el asunto (Juan 20.3) y confirmaron que lo que las mujeres decían era verdad. Nadie del grupo, sin embargo, lograba descifrar el significado de aquel misterio. Estos dos discípulos seguramente intentaban disipar el espíritu de perplejidad que crecía a medida que intentaban entender la situación.
 
Cuando una mentira controla de tal manera nuestra mente que estamos absolutamente convencidos de su veracidad, perdemos la capacidad de interpretar acertadamente el movimiento del Espíritu en nuestro medio. Todo resulta confuso e insondable. Ante la falta de claridad tendemos a elaborar explicaciones que nos alejan, aún más, de la verdad.
Jesús los llamó «necios» por su falta de capacidad para creer lo que había sido anunciado no solamente por los profetas, sino también por él mismo. El problema de raíz, entonces, tiene que ver con la falta de fe. No es que no supieran que era posible que Jesús se levantara de los muertos. En realidad, no creían que fuera posible, y esa incredulidad diezmó sus facultades espirituales. Efectivamente caminaban en tinieblas, aunque poseían toda la información necesaria para entender lo sucedido.
 
Para pensar.
«Toda incredulidad es, de hecho, la creencia de una mentira». Horacio Bonar

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