Firme resolución
Firme resolución
Aunque las higueras no florezcan y no haya uvas en las vides, aunque se pierda la cosecha de oliva y los campos queden vacíos y no den fruto, aunque los rebaños mueran en los campos y los establos estén vacíos, ¡aun así me alegraré en el Señor! ¡Me gozaré en el Dios de mi salvación! Habacuc 3.17-18
El libro de Habacuc se diferencia de los otros libros proféticos en que registra, mayormente, un diálogo entre el profeta y Dios. Las circunstancias en las que se escribió eran calamitosas. Las diez tribus del norte habían desaparecido, y ahora Babilonia amenazaba con destruir el reino de Judá. A esta situación se le sumaba la obstinada rebeldía y la idolatría desenfrenada de los habitantes de Jerusalén.
Habacuc volcó su angustia ante el Señor: «¡Hay violencia por todas partes!, clamo, pero tú no vienes a salvar. ¿Tendré siempre que ver estas maldades? ¿Por qué debo mirar tanta miseria?
Dondequiera que mire, veo destrucción y violencia. Estoy rodeado de gente que le encanta discutir y pelear. La ley se ha estancado y no hay justicia en los tribunales. Los perversos suman más que los justos, de manera que la justicia se ha corrompido» (1.2-4).
No nos cuesta entender el desánimo del profeta. Vivimos en un mundo igualmente caótico, en el que las estructuras y los valores que han guiado a los pueblos durante siglos se desploman por todas partes.
Las economías regionales tambalean. Los índices de violencia han llegado a cifras alarmantes, y los conflictos bélicos se suceden con desconcertante frecuencia. Miramos atónitos las calamidades humanitarias que resultan de estas guerras y no logramos comprender tanto sufrimiento humano.
El Señor respondió a los reproches del profeta señalando que ya había puesto en marcha un plan para disciplinar a su pueblo. Ese plan traería desgracias aún peores que las que estaba viendo en ese momento Habacuc. A pesar de eso, Dios le pidió que no abandonara la práctica de vivir en fidelidad hacia él.
Es por esto que el libro termina con el texto que hoy leemos. Habacuc imagina, ante esta palabra profética, que el mundo puede volverse completamente irreconocible. Describe una realidad donde ni siquiera las certezas de la naturaleza existen. Las higueras ya no florecen, las vides no producen uvas, no se levantan las cosechas, los rebaños yacen muertos y los establos están vacíos.
En medio de este escenario de dimensiones apocalípticas, sin embargo, una realidad permanecerá para siempre: la práctica de alegrarse en Dios. El hecho de hacer énfasis en el gozo marca un fuerte contraste con la triste realidad que lo rodea. Elige, por un acto de voluntad, celebrar cada día las bondades del Señor, recordar sus misericordias y declarar que Dios triunfará sobre el mal. Dejará de mirar todo el mal que ve a su alrededor y fijará sus ojos en la eterna fidelidad del Señor para con su pueblo.
Para pensar
¿Te sientes abrumado por la maldad que ves a tu alrededor? ¿Te desaniman las malas circunstancias que atraviesas? Habacuc nos invita a reordenar nuestras prioridades para hacer de Dios nuestra delicia cotidiana. Alegrémonos en él. ¡Le hará bien a nuestra alma afligida!
Aunque las higueras no florezcan y no haya uvas en las vides, aunque se pierda la cosecha de oliva y los campos queden vacíos y no den fruto, aunque los rebaños mueran en los campos y los establos estén vacíos, ¡aun así me alegraré en el Señor! ¡Me gozaré en el Dios de mi salvación! Habacuc 3.17-18
El libro de Habacuc se diferencia de los otros libros proféticos en que registra, mayormente, un diálogo entre el profeta y Dios. Las circunstancias en las que se escribió eran calamitosas. Las diez tribus del norte habían desaparecido, y ahora Babilonia amenazaba con destruir el reino de Judá. A esta situación se le sumaba la obstinada rebeldía y la idolatría desenfrenada de los habitantes de Jerusalén.
Habacuc volcó su angustia ante el Señor: «¡Hay violencia por todas partes!, clamo, pero tú no vienes a salvar. ¿Tendré siempre que ver estas maldades? ¿Por qué debo mirar tanta miseria?
Dondequiera que mire, veo destrucción y violencia. Estoy rodeado de gente que le encanta discutir y pelear. La ley se ha estancado y no hay justicia en los tribunales. Los perversos suman más que los justos, de manera que la justicia se ha corrompido» (1.2-4).
No nos cuesta entender el desánimo del profeta. Vivimos en un mundo igualmente caótico, en el que las estructuras y los valores que han guiado a los pueblos durante siglos se desploman por todas partes.
Las economías regionales tambalean. Los índices de violencia han llegado a cifras alarmantes, y los conflictos bélicos se suceden con desconcertante frecuencia. Miramos atónitos las calamidades humanitarias que resultan de estas guerras y no logramos comprender tanto sufrimiento humano.
El Señor respondió a los reproches del profeta señalando que ya había puesto en marcha un plan para disciplinar a su pueblo. Ese plan traería desgracias aún peores que las que estaba viendo en ese momento Habacuc. A pesar de eso, Dios le pidió que no abandonara la práctica de vivir en fidelidad hacia él.
Es por esto que el libro termina con el texto que hoy leemos. Habacuc imagina, ante esta palabra profética, que el mundo puede volverse completamente irreconocible. Describe una realidad donde ni siquiera las certezas de la naturaleza existen. Las higueras ya no florecen, las vides no producen uvas, no se levantan las cosechas, los rebaños yacen muertos y los establos están vacíos.
En medio de este escenario de dimensiones apocalípticas, sin embargo, una realidad permanecerá para siempre: la práctica de alegrarse en Dios. El hecho de hacer énfasis en el gozo marca un fuerte contraste con la triste realidad que lo rodea. Elige, por un acto de voluntad, celebrar cada día las bondades del Señor, recordar sus misericordias y declarar que Dios triunfará sobre el mal. Dejará de mirar todo el mal que ve a su alrededor y fijará sus ojos en la eterna fidelidad del Señor para con su pueblo.
Para pensar
¿Te sientes abrumado por la maldad que ves a tu alrededor? ¿Te desaniman las malas circunstancias que atraviesas? Habacuc nos invita a reordenar nuestras prioridades para hacer de Dios nuestra delicia cotidiana. Alegrémonos en él. ¡Le hará bien a nuestra alma afligida!
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