Otros valores
Otros valores
No insultes al sordo ni hagas tropezar al ciego. Debes temer a tu Dios; yo soy el SEÑOR. Levítico 19.14
El libro de Levítico contiene una serie de instrucciones que buscaban convertir a Israel en una comunidad de amor y compasión hacia el prójimo. No debemos olvidar que la única vida que habían conocido, hasta ese momento, era la de los esclavos.
La existencia del esclavo es particularmente brutal y cruel. Los esclavos pronto descubren que deben adoptar posturas de dureza frente al dolor si es que aspiran a sobrevivir al régimen implacable que impone la esclavitud. Los israelitas que avanzaban hacia la Tierra Prometida, sin embargo, debían erradicar esa dureza si se iban a convertir en el pueblo de Dios, una nación que viviría según los valores que el Señor establece.
En el capítulo 19 estas instrucciones permiten ver, de manera especial, el corazón tierno y misericordioso del Señor en los cuidados que él muestra hacia los más débiles, tales como los pobres, los extranjeros, los jornaleros y los ancianos.
En el texto de hoy el Señor prohíbe conductas que delatan cierto elemento de crueldad. Por ejemplo, insultar a los gritos a un sordo o poner un obstáculo en el camino a un ciego muestra un corazón particularmente perverso, pues esta persona se divierte o ensaña con aquellos que padecen una severa aflicción física. Esta clase de comportamiento recuerda los peores excesos del régimen Nazi, donde los que sufrían discapacidades eran enviados a campos de exterminio por ser considerados menos que humanos.
El principio que encierra esta instrucción es que no debemos ceder ante la tentación de ridiculizar, humillar o burlarnos de los atributos físicos de nuestro prójimo. La razón es que ninguno de nosotros pudimos hacer algo para escoger los rasgos particulares que poseemos. El color de nuestra piel, nuestra estatura, el tamaño de nuestra cabeza o lo pronunciado de nuestra nariz son características con las que nacimos. Los conceptos de belleza en un mundo caído, sin embargo, se basan precisamente en aquellos atributos sobre los cuales tenemos poco o ningún control: nuestros rasgos físicos.
En el pueblo de Dios, sin embargo, reinan los parámetros que son parte del tierno corazón del Señor. Él se muestra especialmente amoroso hacia aquellos que la sociedad tiende a rechazar. Si pasamos tiempo con él, comenzaremos a incorporar a nuestras vidas sus mismos valores. Y ese es el argumento que el Señor despliega cuando aboga por los derechos del sordo y el ciego: «debes temer a tu Dios». Por amor a su nombre debemos imitar su postura, y esto consiste en tratar a todos con respeto y consideración porque así los trata nuestro Dios.
Resiste el impulso a ser arrastrado por los valores efímeros del mundo. Pídele al Señor que te dé un corazón capaz de descubrir la belleza que posee cada ser humano sobre la faz de la tierra, sin importar sus particularidades físicas. Ante sus ojos, todos poseen un valor incalculable y Cristo dio su vida por cada uno de ellos.
Para pensar.
«Dónde crece el amor, crece la belleza, pues el amor es la belleza del alma». Agustín de Hipona
No insultes al sordo ni hagas tropezar al ciego. Debes temer a tu Dios; yo soy el SEÑOR. Levítico 19.14
El libro de Levítico contiene una serie de instrucciones que buscaban convertir a Israel en una comunidad de amor y compasión hacia el prójimo. No debemos olvidar que la única vida que habían conocido, hasta ese momento, era la de los esclavos.
La existencia del esclavo es particularmente brutal y cruel. Los esclavos pronto descubren que deben adoptar posturas de dureza frente al dolor si es que aspiran a sobrevivir al régimen implacable que impone la esclavitud. Los israelitas que avanzaban hacia la Tierra Prometida, sin embargo, debían erradicar esa dureza si se iban a convertir en el pueblo de Dios, una nación que viviría según los valores que el Señor establece.
En el capítulo 19 estas instrucciones permiten ver, de manera especial, el corazón tierno y misericordioso del Señor en los cuidados que él muestra hacia los más débiles, tales como los pobres, los extranjeros, los jornaleros y los ancianos.
En el texto de hoy el Señor prohíbe conductas que delatan cierto elemento de crueldad. Por ejemplo, insultar a los gritos a un sordo o poner un obstáculo en el camino a un ciego muestra un corazón particularmente perverso, pues esta persona se divierte o ensaña con aquellos que padecen una severa aflicción física. Esta clase de comportamiento recuerda los peores excesos del régimen Nazi, donde los que sufrían discapacidades eran enviados a campos de exterminio por ser considerados menos que humanos.
El principio que encierra esta instrucción es que no debemos ceder ante la tentación de ridiculizar, humillar o burlarnos de los atributos físicos de nuestro prójimo. La razón es que ninguno de nosotros pudimos hacer algo para escoger los rasgos particulares que poseemos. El color de nuestra piel, nuestra estatura, el tamaño de nuestra cabeza o lo pronunciado de nuestra nariz son características con las que nacimos. Los conceptos de belleza en un mundo caído, sin embargo, se basan precisamente en aquellos atributos sobre los cuales tenemos poco o ningún control: nuestros rasgos físicos.
En el pueblo de Dios, sin embargo, reinan los parámetros que son parte del tierno corazón del Señor. Él se muestra especialmente amoroso hacia aquellos que la sociedad tiende a rechazar. Si pasamos tiempo con él, comenzaremos a incorporar a nuestras vidas sus mismos valores. Y ese es el argumento que el Señor despliega cuando aboga por los derechos del sordo y el ciego: «debes temer a tu Dios». Por amor a su nombre debemos imitar su postura, y esto consiste en tratar a todos con respeto y consideración porque así los trata nuestro Dios.
Resiste el impulso a ser arrastrado por los valores efímeros del mundo. Pídele al Señor que te dé un corazón capaz de descubrir la belleza que posee cada ser humano sobre la faz de la tierra, sin importar sus particularidades físicas. Ante sus ojos, todos poseen un valor incalculable y Cristo dio su vida por cada uno de ellos.
Para pensar.
«Dónde crece el amor, crece la belleza, pues el amor es la belleza del alma». Agustín de Hipona
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