Problemas de conciencia

Problemas de conciencia

 

Eliab, su hermano mayor, oyó cuando él hablaba con los hombres; y se encendió la ira de Eliab contra David, y le dijo: «¿Para qué has descendido acá? ¿Con quién has dejado aquellas pocas ovejas en el desierto? Yo conozco tu soberbia y la maldad de tu corazón, que has descendido para ver la batalla».  

1 Samuel 17.28 NBLH

 

A David lo llenó de indignación la imagen del gigante de Gat, desafiando a viva voz a los escuadrones del Dios viviente. Comenzó a averiguar acerca de la recompensa que se le daría a quien lograra derrotar a Goliat. Con el tiempo, sus preguntas llegaron a oídos de su hermano mayor, quien explotó en ira hacia David.



No poseemos ningún indicio de que David haya sido una persona soberbia, ni de que su corazón estuviera lleno de maldad. Al contrario, las inocentes averiguaciones del pastor de ovejas revelan una actitud de honesta curiosidad.



El relato tampoco nos permite sumarnos a la conclusión de Eliab, quien acusaba a su hermano de haber llegado al campamento israelita con la sola intención de ver la batalla. En realidad, había ido por instrucción de su padre, quien deseaba enviarles provisiones a los hijos que estaban en el ejército.



Una de las verdades que emerge en toda situación de conflicto entre dos personas es que solemos denunciar en los demás aquello que más despreciamos en nuestra propia vida. Es decir, tendemos a ver en los de nuestro alrededor aquellas actitudes y posturas que atormentan nuestra propia existencia. Por esta razón, nuestras críticas frecuentemente revelan más acerca de nosotros que de las personas que señalamos con el dedo.



Nadie es tan implacable con los demás como la persona que conoce una verdad, pero no la vive. Tiende a expiar su sentido de culpa con enérgicas denuncias hacia los que están a su alrededor.



Eliab era un guerrero preparado para enfrentar a los enemigos de Israel, pero, al igual que el resto del ejército, no estaba haciendo aquello para lo cual había sido llamado.

En este contexto, reacciona con furia cuando alguien pretende hacer lo que él no está haciendo. Es la misma reacción de fastidio que se apodera de nosotros cuando miramos con desprecio a quien adora sin reservas a Dios. Nosotros, por la razón que sea, no lo estamos haciendo y nos molesta ver que otros sí lo están.



Así reaccionó Mical cuando David danzó delante del arca de Dios (2 Samuel 6.16). Su desprecio no es una revelación del mal comportamiento del rey, sino de su propia amargura.



El remedio para nuestra inacción no es criticar a quienes nos rodean. Es, más bien, arrepentirnos de nuestra desobediencia y corregir el mal, optando por hacer lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Mis malas reacciones hacia los demás me invitan a examinar cuidadosamente mi propia vida. Es muy probable que exista en mí algún área donde he dejado de honrar a Dios como él se merece.



Para pensar.

«No empleen un lenguaje grosero ni ofensivo. Que todo lo que digan sea bueno y útil, a fin de que sus palabras resulten de estímulo para quienes las oigan». Efesios 4.29

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