Lo que tienes
Lo que tienes
Pero Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo el Nazareno, ¡anda!». Hechos 3.6 NBLH
Si modificamos el texto de hoy podremos realizar un interesante ejercicio. Quitaremos la segunda parte del versículo, para que el incidente se lea de la siguiente manera: «Había un hombre, cojo desde su nacimiento, al que llevaban y ponían diariamente a la puerta del templo llamada la Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban al templo. [...] Él los miró atentamente, esperando recibir algo de ellos. Pero Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro”» (vv. 2, 5-6).
El desenlace de la historia modificada es patético cuando lo comparamos con el original. La expectativa que genera la escena termina en una frase que nos deja desinflados y tristes. Esperábamos algo dramático, pero al final Pedro y Juan no pudieron hacer nada por él.
Este desenlace tan penoso es, no obstante, un reflejo más fiel de nuestra frecuente respuesta frente a los desafíos que se nos cruzan a diario. Nos encanta la atrevida osadía de Juan y Pedro. Cuando nos encontramos ante desafíos similares, sin embargo, lo primero que solemos hacer es fijarnos en nuestra falta de recursos.
Quisiéramos invertir más en las misiones, pero no tenemos los recursos económicos. Nos gustaría dedicarnos a hacer discípulos, pero no disponemos de tiempo. Anhelaríamos desarrollar algún ministerio, pero no poseemos las habilidades. Soñamos con hablar de Cristo a los de nuestro alrededor, pero carecemos de iniciativa.
No poseemos la exclusividad de esta actitud. Cuando recorremos las Escrituras, observamos que esta respuesta es común a la gran mayoría de los que fueron convocados a alguna misión extraordinaria: Abraham, Sara, Moisés, Gedeón, Jeremías, los Doce.
La lista es larga, porque esta perspectiva refleja la esencia de nuestra humanidad: limitada y temerosa.
Pedro, gracias a Dios, no se enfocó en lo que no tenía; apenas lo mencionó al pasar. Había aprendido, en las aventuras que había vivido con el Mesías, que sus limitaciones no representaban, de ninguna manera, una limitación para el obrar de Dios.
Es más: Pedro entendía que era poseedor de otros tesoros que nada tenían que ver con su escasez económica. Su condición de siervo, encomendado a la tarea de hacer discípulos de todas las naciones, venía con un importante respaldo: la autoridad del Mesías resucitado.
A la hora de ministrar, no dudó en hacer uso de toda la plenitud de los recursos que Dios había puesto a su disposición.
Los recursos con que contaban los apóstoles son también nuestros. Es nuestro deber combatir la tendencia natural a actuar con timidez y vergüenza, conforme a lo que no tenemos. Podemos unirnos a la forma de trabajar de los apóstoles, predicando el evangelio en toda su plenitud, «en palabra y en obra, con el poder de señales (milagros) y prodigios, en el poder del Espíritu» (Romanos 15.18-19, NBLH).
Para pensar.
«Amado, suelta tus temores antes de que infundan desánimo. Deja de contagiar de temor a los de tu alrededor y asume tu postura de fe. Dios ha sido bueno y continuará manifestando su bondad. Seamos fuertes y de buen ánimo, pues el Señor peleará por nosotros si nos plantamos sobre la fe». Francis Frangipane
Pero Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo el Nazareno, ¡anda!». Hechos 3.6 NBLH
Si modificamos el texto de hoy podremos realizar un interesante ejercicio. Quitaremos la segunda parte del versículo, para que el incidente se lea de la siguiente manera: «Había un hombre, cojo desde su nacimiento, al que llevaban y ponían diariamente a la puerta del templo llamada la Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban al templo. [...] Él los miró atentamente, esperando recibir algo de ellos. Pero Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro”» (vv. 2, 5-6).
El desenlace de la historia modificada es patético cuando lo comparamos con el original. La expectativa que genera la escena termina en una frase que nos deja desinflados y tristes. Esperábamos algo dramático, pero al final Pedro y Juan no pudieron hacer nada por él.
Este desenlace tan penoso es, no obstante, un reflejo más fiel de nuestra frecuente respuesta frente a los desafíos que se nos cruzan a diario. Nos encanta la atrevida osadía de Juan y Pedro. Cuando nos encontramos ante desafíos similares, sin embargo, lo primero que solemos hacer es fijarnos en nuestra falta de recursos.
Quisiéramos invertir más en las misiones, pero no tenemos los recursos económicos. Nos gustaría dedicarnos a hacer discípulos, pero no disponemos de tiempo. Anhelaríamos desarrollar algún ministerio, pero no poseemos las habilidades. Soñamos con hablar de Cristo a los de nuestro alrededor, pero carecemos de iniciativa.
No poseemos la exclusividad de esta actitud. Cuando recorremos las Escrituras, observamos que esta respuesta es común a la gran mayoría de los que fueron convocados a alguna misión extraordinaria: Abraham, Sara, Moisés, Gedeón, Jeremías, los Doce.
La lista es larga, porque esta perspectiva refleja la esencia de nuestra humanidad: limitada y temerosa.
Pedro, gracias a Dios, no se enfocó en lo que no tenía; apenas lo mencionó al pasar. Había aprendido, en las aventuras que había vivido con el Mesías, que sus limitaciones no representaban, de ninguna manera, una limitación para el obrar de Dios.
Es más: Pedro entendía que era poseedor de otros tesoros que nada tenían que ver con su escasez económica. Su condición de siervo, encomendado a la tarea de hacer discípulos de todas las naciones, venía con un importante respaldo: la autoridad del Mesías resucitado.
A la hora de ministrar, no dudó en hacer uso de toda la plenitud de los recursos que Dios había puesto a su disposición.
Los recursos con que contaban los apóstoles son también nuestros. Es nuestro deber combatir la tendencia natural a actuar con timidez y vergüenza, conforme a lo que no tenemos. Podemos unirnos a la forma de trabajar de los apóstoles, predicando el evangelio en toda su plenitud, «en palabra y en obra, con el poder de señales (milagros) y prodigios, en el poder del Espíritu» (Romanos 15.18-19, NBLH).
Para pensar.
«Amado, suelta tus temores antes de que infundan desánimo. Deja de contagiar de temor a los de tu alrededor y asume tu postura de fe. Dios ha sido bueno y continuará manifestando su bondad. Seamos fuertes y de buen ánimo, pues el Señor peleará por nosotros si nos plantamos sobre la fe». Francis Frangipane
No Comments