Ancla segura

Ancla segura



Esta esperanza es un ancla firme y confiable para el alma; nos conduce a través de la cortina al santuario interior de Dios.   Hebreos 6.19



Los que procuran refugiarse en el Señor pueden amarrarse a la confianza que inspiran sus promesas y a la entereza de su carácter. Él cumplirá indefectiblemente lo que se ha propuesto.

Para ayudarnos a entender el efecto que puede tener esta postura sobre nuestra vida, el autor emplea una de las geniales alegorías que aparecen con tanta frecuencia en las Escrituras: un ancla.



La capacidad de una nave para deslizarse por el agua se ve facilitada por ese fenómeno peculiar que permiten los líquidos: la flotación. Este efecto reduce al mínimo la resistencia que experimenta la embarcación. Además, por estar en el agua, se evita el desafío de los obstáculos que existen sobre la tierra: árboles, rocas, ríos, montañas, acantilados y otras manifestaciones de la naturaleza que pueden entorpecer grandemente el avance hacia un objetivo.



La misma libertad de movimiento que tanto facilita el movimiento del barco en el agua, se vuelve un problema, sin embargo, a la hora de detenerse. No tiene a qué aferrarse, ni tiene modo de evitar el arrastre natural de las corrientes que son parte del mar. Aun cuando baje las velas o apague el motor, continuará deslizándose por el movimiento natural que hay en el agua.



Los navegantes resolvieron este problema con la invención del ancla. De esta manera, proveyeron para las embarcaciones un punto de fijación que no existe en la superficie. Cuando el capitán de un buque escoge detenerse en un lugar, lo primero que hace la tripulación es bajar el ancla.



Esta se arrastrará por el fondo del mar hasta lograr enterrarse lo suficiente como para sujetar el buque. No importa cuán profundo esté el ancla, porque la cadena es la que une la firmeza del ancla con la libertad del barco y, efectivamente, lo inmoviliza.

Es posible que se desate una fuerte tormenta sobre la superficie, con lluvias torrenciales y olas embravecidas. Lo que ocurre alrededor del barco, sin embargo, no afecta en lo más mínimo la firmeza del ancla, pues la tormenta no penetra las profundidades del mar. El ancla permanece inmóvil, aun en medio de una violenta tempestad, y esta inmovilidad es la que le da seguridad al barco.

Así es el discípulo que ha amarrado su vida a la persona de Jesús y sus incondicionales promesas. Él reina de manera inconmovible, una roca firme que ninguna tormenta puede afectar.

El discípulo, en cambio, puede encontrarse en medio de burlas, cuestionamientos, pruebas, dudas, desánimo y persecución. Todas estas condiciones podrían fácilmente disuadirlo de seguir caminando con Jesús. Una vez que se suelta de la mano de Cristo, queda a la deriva «zarandeado por las olas y llevado de aquí para allá por todo viento de enseñanza» (Efesios 4.14, NVI).

La confianza imperturbable en Dios es la cadena que lo sujeta al ancla: la persona de Cristo mismo. Ninguna tormenta logrará desviarlo de su cometido, que es seguir a Jesús dondequiera que vaya.



Para pensar.

«Mi corazón está confiado en ti, oh Dios; mi corazón tiene confianza. ¡Con razón puedo cantar tus alabanzas!» Salmo 57.7

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