Arbustos raquíticos
Arbustos raquíticos
Esto dice el SEÑOR: «Malditos son los que ponen su confianza en simples seres humanos, que se apoyan en la fuerza humana y apartan el corazón del SEÑOR». Jeremías 17.5
Siempre he considerado este texto a la luz de la multitud de personas a quienes podemos llegar a apelar para que nos apoyen, avalen, reconozcan, validen, animen o acompañen frente a los desafíos y los proyectos que son parte de nuestro peregrinaje terrenal.
No son pocas las veces en las que la desilusión se apodera de nuestro corazón por la falta de respuesta por parte de aquellos de quienes esperábamos algo más. Y no cabe duda de que parte de esta desilusión constituye una de las maneras en las que Dios trata con nuestro corazón, para que aprendamos a apoyarnos solamente en él. Cuando esta es la conclusión a la que arribamos, siempre es sano descubrir cuán frágiles son las cuerdas que ligan nuestra vida a la de nuestros semejantes.
Existe otra perspectiva en este texto que amerita nuestra atención. También es maldita la persona que pone su confianza en sí misma: aquella que decide apostar a que con sus propias fuerzas y recursos va a lograr salir adelante, quien ha entendido que las personas no son muy confiables a la hora de buscar ayuda, pero aún no ha arribado al punto de entender que ella misma tampoco es muy confiable en el momento de resolver las dificultades y encarar los proyectos de la vida.
Esta falta de discernimiento nos lleva a seguir insistiendo en resolver situaciones aun cuando hemos cosechado, una y otra vez, el fracaso. Creemos que si le sumamos un poco más de esfuerzo o entusiasmo al asunto lograremos el resultado que, hasta ahora, nos ha sido esquivo. Al igual que el paralítico en el estanque de Betesda, estamos obsesionados con hacer funcionar algo que está destinado al fracaso.
Me gusta la forma en la que la Nueva Traducción Viviente describe a tales personas: «Son como los arbustos raquíticos del desierto, sin esperanza para el futuro. Vivirán en lugares desolados, en tierra despoblada y salada» (v. 6). El arbusto es raquítico precisamente porque sus raíces no logran conectarse con una fuente rica en nutrientes. Lo inhóspito del desierto no le provee las sustancias que requiere para convertirse en una planta robusta y llena de vitalidad.
Así es también nuestra vida, cuando las raíces están puestas en nuestros propios recursos. Nuestra vida espiritual es frágil y endeble; la más mínima adversidad nos tumba.
Para pensar.
Bendito aquel día en que nos rendimos y exclamamos: «Sé tú, Señor, mi fuerza y mi salvación». Cuando nos damos por vencidos, el maravilloso poder de Dios comienza a obrar en nosotros y todo cambia. ¿Por qué no escoges hoy mismo poner, finalmente, en las manos de Dios esa situación que te tiene a mal traer? Será, sin duda, la mejor decisión de este día.
Esto dice el SEÑOR: «Malditos son los que ponen su confianza en simples seres humanos, que se apoyan en la fuerza humana y apartan el corazón del SEÑOR». Jeremías 17.5
Siempre he considerado este texto a la luz de la multitud de personas a quienes podemos llegar a apelar para que nos apoyen, avalen, reconozcan, validen, animen o acompañen frente a los desafíos y los proyectos que son parte de nuestro peregrinaje terrenal.
No son pocas las veces en las que la desilusión se apodera de nuestro corazón por la falta de respuesta por parte de aquellos de quienes esperábamos algo más. Y no cabe duda de que parte de esta desilusión constituye una de las maneras en las que Dios trata con nuestro corazón, para que aprendamos a apoyarnos solamente en él. Cuando esta es la conclusión a la que arribamos, siempre es sano descubrir cuán frágiles son las cuerdas que ligan nuestra vida a la de nuestros semejantes.
Existe otra perspectiva en este texto que amerita nuestra atención. También es maldita la persona que pone su confianza en sí misma: aquella que decide apostar a que con sus propias fuerzas y recursos va a lograr salir adelante, quien ha entendido que las personas no son muy confiables a la hora de buscar ayuda, pero aún no ha arribado al punto de entender que ella misma tampoco es muy confiable en el momento de resolver las dificultades y encarar los proyectos de la vida.
Esta falta de discernimiento nos lleva a seguir insistiendo en resolver situaciones aun cuando hemos cosechado, una y otra vez, el fracaso. Creemos que si le sumamos un poco más de esfuerzo o entusiasmo al asunto lograremos el resultado que, hasta ahora, nos ha sido esquivo. Al igual que el paralítico en el estanque de Betesda, estamos obsesionados con hacer funcionar algo que está destinado al fracaso.
Me gusta la forma en la que la Nueva Traducción Viviente describe a tales personas: «Son como los arbustos raquíticos del desierto, sin esperanza para el futuro. Vivirán en lugares desolados, en tierra despoblada y salada» (v. 6). El arbusto es raquítico precisamente porque sus raíces no logran conectarse con una fuente rica en nutrientes. Lo inhóspito del desierto no le provee las sustancias que requiere para convertirse en una planta robusta y llena de vitalidad.
Así es también nuestra vida, cuando las raíces están puestas en nuestros propios recursos. Nuestra vida espiritual es frágil y endeble; la más mínima adversidad nos tumba.
Para pensar.
Bendito aquel día en que nos rendimos y exclamamos: «Sé tú, Señor, mi fuerza y mi salvación». Cuando nos damos por vencidos, el maravilloso poder de Dios comienza a obrar en nosotros y todo cambia. ¿Por qué no escoges hoy mismo poner, finalmente, en las manos de Dios esa situación que te tiene a mal traer? Será, sin duda, la mejor decisión de este día.
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