Oración de David
Oración de David
¡Dios, Dios mío eres tú! ¡De madrugada te buscaré! Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Salmo 63.1–2
¡Acuántas generaciones habrán inspirado estas preciosas palabras, escritas por David hace más de 3.000 años! Nos sentimos atraídos por el salmo porque el poeta logra captar con sus frases los sentimientos que nosotros apenas logramos expresar con muchos rodeos.
Estamos acostumbrados a proclamar nuestra devoción a Dios por medio del canto, la oración y la comunión con otros santos. Cuando la vida se nos presenta sin mayores contratiempos, estas palabras fluyen sin dificultad de nuestros labios. Sospecho, sin embargo, que la expresión de nuestra pasión tiene más que ver con lo agradable de nuestras circunstancias que con una verdadera entrega a la persona de Dios.
El momento en el cual David escribió este salmo fue enteramente diferente a lo que normalmente nos toca vivir a nosotros. El subtítulo del salmo dice que fue escrito cuando David se encontraba en el desierto de Judá. Hubo sólo dos ocasiones en las cuales pasó por el desierto.
Una de ellas es cuando huía de Saúl, buscando refugio en las cuevas y las hendiduras típicas de la región.
La segunda oportunidad fue cuando Absalón se levantó en rebelión y le quitó el trono. El rey tuvo que huir con lo que tenía puesto. El relato bíblico nos dice que David llegó al desierto sucio, cansado y hambriento.
Si nos detenemos un instante a meditar en estas escenas podremos apreciar de una manera enteramente diferente el peso de las palabras de David. No es lo mismo decirle a Dios que él es nuestro Dios cuando la mayor aflicción que hemos pasado es no haber comido por medio día o habernos mojado porque la lluvia nos sorprendió sin paraguas. Me refiero al hecho de que nuestras aflicciones, en su mayoría, no son más que momentáneas molestias. Pocos de nosotros hemos huido de una feroz persecución que tiene como objetivo ponerle fin a nuestra vida. No sabemos lo que es sentirse completamente abandonado, sin tener dónde refugiarse ni a quien acudir para buscar socorro.
Medite otra vez en la primera frase de esta poesía: «¡Dios, Dios mío eres tú!» Esta es una declaración que tiene un profundo sentido porque David lo había perdido todo. Sin embargo, estaba afirmando que lo único que realmente valía en la vida era el Señor. Todo lo demás era como paja muerta. Estaba declarando que no le importaba ni la comodidad, ni la seguridad, ni el futuro. Ni siquiera le importaba la vida. Dios era, verdaderamente, su dios.
Esta capacidad de afirmar una entrega absoluta al Señor en los momentos más oscuros de la vida es la que destaca al gran líder. En el corazón de este líder no existen otros dioses. Para esta persona, Jehová es una pasión que opaca todas las demás cosas, incluyendo el brillo del ministerio.
Para pensar:
¿Dónde estaba el secreto de la devoción de David? Era un hombre que se había acostumbrado a buscar la comunión con Dios siempre («así como te he mirado en el santuario»). Con el tiempo esta disciplina lo convirtió en una persona cuyo cuerpo mismo gemía por la gloria del Señor.
¡Dios, Dios mío eres tú! ¡De madrugada te buscaré! Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Salmo 63.1–2
¡Acuántas generaciones habrán inspirado estas preciosas palabras, escritas por David hace más de 3.000 años! Nos sentimos atraídos por el salmo porque el poeta logra captar con sus frases los sentimientos que nosotros apenas logramos expresar con muchos rodeos.
Estamos acostumbrados a proclamar nuestra devoción a Dios por medio del canto, la oración y la comunión con otros santos. Cuando la vida se nos presenta sin mayores contratiempos, estas palabras fluyen sin dificultad de nuestros labios. Sospecho, sin embargo, que la expresión de nuestra pasión tiene más que ver con lo agradable de nuestras circunstancias que con una verdadera entrega a la persona de Dios.
El momento en el cual David escribió este salmo fue enteramente diferente a lo que normalmente nos toca vivir a nosotros. El subtítulo del salmo dice que fue escrito cuando David se encontraba en el desierto de Judá. Hubo sólo dos ocasiones en las cuales pasó por el desierto.
Una de ellas es cuando huía de Saúl, buscando refugio en las cuevas y las hendiduras típicas de la región.
La segunda oportunidad fue cuando Absalón se levantó en rebelión y le quitó el trono. El rey tuvo que huir con lo que tenía puesto. El relato bíblico nos dice que David llegó al desierto sucio, cansado y hambriento.
Si nos detenemos un instante a meditar en estas escenas podremos apreciar de una manera enteramente diferente el peso de las palabras de David. No es lo mismo decirle a Dios que él es nuestro Dios cuando la mayor aflicción que hemos pasado es no haber comido por medio día o habernos mojado porque la lluvia nos sorprendió sin paraguas. Me refiero al hecho de que nuestras aflicciones, en su mayoría, no son más que momentáneas molestias. Pocos de nosotros hemos huido de una feroz persecución que tiene como objetivo ponerle fin a nuestra vida. No sabemos lo que es sentirse completamente abandonado, sin tener dónde refugiarse ni a quien acudir para buscar socorro.
Medite otra vez en la primera frase de esta poesía: «¡Dios, Dios mío eres tú!» Esta es una declaración que tiene un profundo sentido porque David lo había perdido todo. Sin embargo, estaba afirmando que lo único que realmente valía en la vida era el Señor. Todo lo demás era como paja muerta. Estaba declarando que no le importaba ni la comodidad, ni la seguridad, ni el futuro. Ni siquiera le importaba la vida. Dios era, verdaderamente, su dios.
Esta capacidad de afirmar una entrega absoluta al Señor en los momentos más oscuros de la vida es la que destaca al gran líder. En el corazón de este líder no existen otros dioses. Para esta persona, Jehová es una pasión que opaca todas las demás cosas, incluyendo el brillo del ministerio.
Para pensar:
¿Dónde estaba el secreto de la devoción de David? Era un hombre que se había acostumbrado a buscar la comunión con Dios siempre («así como te he mirado en el santuario»). Con el tiempo esta disciplina lo convirtió en una persona cuyo cuerpo mismo gemía por la gloria del Señor.
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