Triste desenlace

Triste desenlace

Pero el hombre hizo correr la voz proclamando a todos lo que había sucedido. Como resultado, grandes multitudes pronto rodearon a Jesús, de modo que ya no pudo entrar abiertamente en ninguna ciudad.   Marcos 1.45

¡Con cuánta facilidad echamos por tierra la buena obra del Señor! Un leproso, que había suplicado al Señor que lo sanara, recibió una respuesta positiva a su petición. Jesús lo sanó, pero luego le advirtió severamente que no contara nada a nadie, sino que procediera a presentarse ante las autoridades religiosas para que ellos certificaran su sanidad. Esto, le aclaró, se constituiría en el testimonio que tocaría la vida de muchos.

El siguiente versículo comienza con la fatal palabrita «pero». Nos advierte que la persona hizo exactamente lo opuesto de lo que se le había mandado hacer, y enseguida nos invade la tristeza, pues el versículo nos dice que su desobediencia no benefició en nada a la persona que lo había sanado.

Al contrario, produjo semejante alboroto en la población que a Jesús se le tornó imposible ingresar a las ciudades por causa de las multitudes que se agolpaban para verlo. Esta clase de popularidad no era la que estaba buscando el Mesías.
Intentemos ponernos en lugar del leproso.
¿Por qué procedió de esta manera?
 La Palabra no nos ofrece ninguna explicación, pero podemos especular con algunas conjeturas basados en lo que sabemos de nuestro propio proceder. El pedido de Jesús contradecía los impulsos naturales de este hombre, que quería salir a gritar «a los cuatro vientos» lo que Dios había hecho por él. Quizás pensó que el pedido del Mesías se originaba en una exagerada humildad. O es posible que haya experimentado tanta indiferencia por parte de las autoridades religiosas, que lo último que deseaba hacer era buscar la validación de ellos. No podemos estar seguros de sus motivaciones, pero sí podemos afirmar que escogió desobedecer las instrucciones que recibió.

Las Escrituras nos ofrecen una larga lista de personajes que hicieron oídos sordos a los pedidos del Señor para obrar conforme a su propia sabiduría.

Sospecho que al leproso le resultaban tan incomprensibles las instrucciones del Señor, que creyó que debía existir algún error en ellas. Cometió el fatal error de creer que él podía mejorar lo que Dios quería hacer.

No dudo de que obró con buenas intenciones. Pedro también obró con buenas intenciones cuando intentó impedir que Jesús avanzara hacia la muerte en una cruz. No obstante, recibió una dura reprensión por parte de Jesús (Mateo 16.23).
Nuestras buenas intenciones no alcanzan para hacer avanzar el reino. Lo único que sirve es seguir las instrucciones que recibimos del Señor. Debemos resistirnos, a toda costa, a la tentación de mejorarlas, modificarlas o adaptarlas a nuestro parecer.

El Señor sabe lo que está haciendo. Solamente espera de nosotros que le sigamos, aun cuando no entendamos lo que se propone. Nuestra obediencia será premiada cuando entendamos que actuar conforme a su Palabra le trae mucha gloria al Autor de la vida.

Para pensar.
«La voluntad de Dios frecuentemente nos producirá desconcierto, pero su voluntad siempre será suficientemente clara como para seguirle.
Los caminos de Dios quizás no sean claros, pero los nuestros sí lo son; sabemos lo suficiente como para ser obedientes». Dwight L. Moody






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