Paz que desconcierta
Paz que desconcierta
Así experimentarán la paz de Dios, que supera todo lo que podemos entender. La paz de Dios cuidará su corazón y su mente mientras vivan en Cristo Jesús. Filipenses 4.7
Las preocupaciones son como un ácido que carcome la vida. Quienes viven presos de la ansiedad han perdido la capacidad de disfrutar del vuelo de una mariposa, celebrar la risa de un niño, deleitarse en el sabor de una rica comida o maravillarse ante la hermosura de una puesta de sol. La preocupación, como un cáncer, los consume, y los obliga a fijar los ojos en un solo lugar: su propia angustia.
Pablo no quiere que experimentemos esa clase de vida y, por eso, nos propone un osado canje: cambiar nuestras preocupaciones por oraciones. Debemos recordar que el problema no deja de existir como resultado de este intercambio. El problema sigue presente, pero optamos por convertir la dificultad en el trampolín desde donde nos lanzamos hacia los brazos amorosos de nuestro Padre.
Entramos a su presencia con ruegos, súplicas, lágrimas y —el ingrediente que nos salva de la desesperación— acción de gracias.
Este ejercicio produce un cambio radical en la calidad de vida que disfrutamos. La angustia, la ansiedad, la falta de apetito y las noches de desvelo desaparecen. En su lugar se instala en nuestro corazón y nuestra mente una sensación de paz que, nos advierte Pablo, no se puede entender.
¿Por qué señala esta particular característica?
Estamos acostumbrados a pensar que la paz está íntimamente ligada a las circunstancias en las que nos encontramos. Cuando nuestro entorno es agradable, nuestro salario es amplio, nuestras relaciones son fuente de alegría y gozamos de las comodidades que nos puede ofrecer un mundo deseoso de que vivamos sin contratiempos, experimentamos paz. Todo está como tiene que estar.
Lamentablemente, son muy pocas las veces en la vida que disfrutamos de esta clase de realidad. Aun aquellos para quienes el dinero no es un problema afrontan toda clase de dificultades. Es más, casi me atrevería a decir que cuanto más holgados sean sus ingresos, mayores serán las dificultades que experimentarán simplemente porque están construyendo su bienestar sobre un fundamento efímero y traicionero.
La paz que nos da el Señor, cuando ponemos en sus manos todo aquello que nos preocupa, no tiene explicación precisamente porque las circunstancias siguen siendo tan adversas como lo eran antes de orar. Nada ha cambiado. La tormenta a nuestro alrededor aún arrecia, pero algo extraño ha sucedido: ha perdido la capacidad de afectar nuestro ser interior. Mientras suenan los truenos y caen los relámpagos, el hombre interior está sentado en un lugar de delicados pastos, escuchando el suave murmullo de las aguas que corren por el arroyo que bordea el pastizal.
Esto no es fantasía. Pablo está compartiendo con nosotros una promesa. Si dejamos en manos de Dios nuestras preocupaciones, él nos dará su paz. Persiste en orar. Reclama. Golpea las puertas del cielo. Adopta la actitud de la viuda con el juez injusto. La preocupación tiene que irse, ¡en el nombre de Jesús!
Para pensar
«Todas las grandes tentaciones aparecen primeramente en la mente, y pueden ser combatidas y derrotadas en esa esfera. Se nos ha dado el poder para cerrar la puerta de la mente». Amy Carmichael
Así experimentarán la paz de Dios, que supera todo lo que podemos entender. La paz de Dios cuidará su corazón y su mente mientras vivan en Cristo Jesús. Filipenses 4.7
Las preocupaciones son como un ácido que carcome la vida. Quienes viven presos de la ansiedad han perdido la capacidad de disfrutar del vuelo de una mariposa, celebrar la risa de un niño, deleitarse en el sabor de una rica comida o maravillarse ante la hermosura de una puesta de sol. La preocupación, como un cáncer, los consume, y los obliga a fijar los ojos en un solo lugar: su propia angustia.
Pablo no quiere que experimentemos esa clase de vida y, por eso, nos propone un osado canje: cambiar nuestras preocupaciones por oraciones. Debemos recordar que el problema no deja de existir como resultado de este intercambio. El problema sigue presente, pero optamos por convertir la dificultad en el trampolín desde donde nos lanzamos hacia los brazos amorosos de nuestro Padre.
Entramos a su presencia con ruegos, súplicas, lágrimas y —el ingrediente que nos salva de la desesperación— acción de gracias.
Este ejercicio produce un cambio radical en la calidad de vida que disfrutamos. La angustia, la ansiedad, la falta de apetito y las noches de desvelo desaparecen. En su lugar se instala en nuestro corazón y nuestra mente una sensación de paz que, nos advierte Pablo, no se puede entender.
¿Por qué señala esta particular característica?
Estamos acostumbrados a pensar que la paz está íntimamente ligada a las circunstancias en las que nos encontramos. Cuando nuestro entorno es agradable, nuestro salario es amplio, nuestras relaciones son fuente de alegría y gozamos de las comodidades que nos puede ofrecer un mundo deseoso de que vivamos sin contratiempos, experimentamos paz. Todo está como tiene que estar.
Lamentablemente, son muy pocas las veces en la vida que disfrutamos de esta clase de realidad. Aun aquellos para quienes el dinero no es un problema afrontan toda clase de dificultades. Es más, casi me atrevería a decir que cuanto más holgados sean sus ingresos, mayores serán las dificultades que experimentarán simplemente porque están construyendo su bienestar sobre un fundamento efímero y traicionero.
La paz que nos da el Señor, cuando ponemos en sus manos todo aquello que nos preocupa, no tiene explicación precisamente porque las circunstancias siguen siendo tan adversas como lo eran antes de orar. Nada ha cambiado. La tormenta a nuestro alrededor aún arrecia, pero algo extraño ha sucedido: ha perdido la capacidad de afectar nuestro ser interior. Mientras suenan los truenos y caen los relámpagos, el hombre interior está sentado en un lugar de delicados pastos, escuchando el suave murmullo de las aguas que corren por el arroyo que bordea el pastizal.
Esto no es fantasía. Pablo está compartiendo con nosotros una promesa. Si dejamos en manos de Dios nuestras preocupaciones, él nos dará su paz. Persiste en orar. Reclama. Golpea las puertas del cielo. Adopta la actitud de la viuda con el juez injusto. La preocupación tiene que irse, ¡en el nombre de Jesús!
Para pensar
«Todas las grandes tentaciones aparecen primeramente en la mente, y pueden ser combatidas y derrotadas en esa esfera. Se nos ha dado el poder para cerrar la puerta de la mente». Amy Carmichael
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