No te apures
No te apures
El entusiasmo sin conocimiento no vale nada; la prisa produce errores. Proverbios 19.2
Hace unos años atrás participé de un proyecto comunitario en el que le reparamos la vivienda a una persona mayor. Los organizadores habían reunido un buen grupo de voluntarios y aspiraban a completar el trabajo en un solo día.
Cuando nos asignaron nuestras responsabilidades, a mí me pidieron que desarmara una parte del techo y derribara la pared que la sostenía. El encargado de la obra me mostró de qué manera debía yo realizar esa labor.
Ni bien se fue a supervisar a los otros equipos comencé a trabajar con gran entusiasmo en la tarea que se me había asignado. Con un mazo, y por medio de furiosos golpes, comencé rápidamente a desmoronar la pared que sostenía parte del techo.
Lo que no me di cuenta es que debía desmantelar el techo al mismo tiempo que derribaba la pared. Cuando lo recordé, ya me había quedado sin pared y el techo comenzó a inclinarse peligrosamente. El supervisor, algo molesto por mi insensatez, rápidamente apuntaló el techo para que pudiera proceder con su desmantelamiento.
El entusiasmo es una característica loable. El diccionario de la Real Academia Española lo define como una «exaltación y fogosidad de ánimo» frente a algo que se admira o nos cautiva. No son pocas las veces que, inspirado en el osado ejemplo de la mujer cananea, de Bartimeo, o de los cuatro amigos del paralítico, le pido al Señor que me libre de una fe temerosa o indiferente.
Anhelo vivir mi vida espiritual con esa exaltación y fogosidad que distingue a los que están verdaderamente enamorados del Señor.
El entusiasmo sin conocimiento, sin embargo, es un problema. Me lleva a cometer la clase de errores que cometí en aquel proyecto de reparación.
Actúo sin el beneficio de la inteligencia y la sabiduría, que me orientan hacia una inversión más eficiente de mis esfuerzos. Me llevan a que actúe primero, y luego piense, como le pasó a Pedro en el monte de la transfiguración. Sugirió la construcción de tres enramadas porque «realmente no sabía qué otra cosa decir pues todos estaban aterrados» (Marcos 9.6).
Es por esto por lo que me atrae tan profundamente el ministerio de Jesús. La Palabra nos dice que hubo ocasiones en que las demandas de las multitudes eran tan intensas que «ni él ni sus discípulos encontraron un momento para comer» (Marcos 3.20).
No obstante, la intensidad de su ministerio, no encuentro indicios en los Evangelios de que el Hijo del Hombre alguna vez haya vivido «a las corridas» o bajo prisa. No permite que otros impongan sobre su vida un ritmo que le robe la posibilidad de estar atento a las indicaciones del Padre.
Y esta es la razón por la que es tan importante detenerse antes de entrar en acción. Ese momento de quietud, para analizar y meditar sobre el camino a seguir, le permite al Padre ofrecernos la orientación y la sabiduría que no poseemos por nuestra propia cuenta. De esta manera, entonces, encontramos la forma de sujetar también nuestro entusiasmo al señorío de Cristo.
Para pensar.
«Aunque siempre voy de prisa, nunca estoy apurado, pues me he propuesto no trabajar en más proyectos que los que pueda llevar a cabo con un espíritu de perfecta quietud». John Wesley
El entusiasmo sin conocimiento no vale nada; la prisa produce errores. Proverbios 19.2
Hace unos años atrás participé de un proyecto comunitario en el que le reparamos la vivienda a una persona mayor. Los organizadores habían reunido un buen grupo de voluntarios y aspiraban a completar el trabajo en un solo día.
Cuando nos asignaron nuestras responsabilidades, a mí me pidieron que desarmara una parte del techo y derribara la pared que la sostenía. El encargado de la obra me mostró de qué manera debía yo realizar esa labor.
Ni bien se fue a supervisar a los otros equipos comencé a trabajar con gran entusiasmo en la tarea que se me había asignado. Con un mazo, y por medio de furiosos golpes, comencé rápidamente a desmoronar la pared que sostenía parte del techo.
Lo que no me di cuenta es que debía desmantelar el techo al mismo tiempo que derribaba la pared. Cuando lo recordé, ya me había quedado sin pared y el techo comenzó a inclinarse peligrosamente. El supervisor, algo molesto por mi insensatez, rápidamente apuntaló el techo para que pudiera proceder con su desmantelamiento.
El entusiasmo es una característica loable. El diccionario de la Real Academia Española lo define como una «exaltación y fogosidad de ánimo» frente a algo que se admira o nos cautiva. No son pocas las veces que, inspirado en el osado ejemplo de la mujer cananea, de Bartimeo, o de los cuatro amigos del paralítico, le pido al Señor que me libre de una fe temerosa o indiferente.
Anhelo vivir mi vida espiritual con esa exaltación y fogosidad que distingue a los que están verdaderamente enamorados del Señor.
El entusiasmo sin conocimiento, sin embargo, es un problema. Me lleva a cometer la clase de errores que cometí en aquel proyecto de reparación.
Actúo sin el beneficio de la inteligencia y la sabiduría, que me orientan hacia una inversión más eficiente de mis esfuerzos. Me llevan a que actúe primero, y luego piense, como le pasó a Pedro en el monte de la transfiguración. Sugirió la construcción de tres enramadas porque «realmente no sabía qué otra cosa decir pues todos estaban aterrados» (Marcos 9.6).
Es por esto por lo que me atrae tan profundamente el ministerio de Jesús. La Palabra nos dice que hubo ocasiones en que las demandas de las multitudes eran tan intensas que «ni él ni sus discípulos encontraron un momento para comer» (Marcos 3.20).
No obstante, la intensidad de su ministerio, no encuentro indicios en los Evangelios de que el Hijo del Hombre alguna vez haya vivido «a las corridas» o bajo prisa. No permite que otros impongan sobre su vida un ritmo que le robe la posibilidad de estar atento a las indicaciones del Padre.
Y esta es la razón por la que es tan importante detenerse antes de entrar en acción. Ese momento de quietud, para analizar y meditar sobre el camino a seguir, le permite al Padre ofrecernos la orientación y la sabiduría que no poseemos por nuestra propia cuenta. De esta manera, entonces, encontramos la forma de sujetar también nuestro entusiasmo al señorío de Cristo.
Para pensar.
«Aunque siempre voy de prisa, nunca estoy apurado, pues me he propuesto no trabajar en más proyectos que los que pueda llevar a cabo con un espíritu de perfecta quietud». John Wesley
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