No se vende
¡No se vende!
Si un hombre tratara de comprar amor con toda su fortuna, su oferta sería totalmente rechazada. Cantares 8.7
Uno de los regalos más preciosos que Dios le ha dado al ser humano es la libertad. Que el Señor haya escogido bendecirnos con este obsequio implica que está dispuesto también a correr el riesgo que implica. Nuestra libertad significa que somos exactamente eso: ¡libres! Y quien es libre puede emplear su libertad de la manera que lo desee. En muchas ocasiones el mal uso de esta libertad acarrea angustias, pleitos y tristezas para quienes están a nuestro alrededor.
Permíteme emplear un sencillo ejemplo para ilustrar este punto. Una persona tiene la libertad de escuchar, dentro de su hogar, la música que le gusta al volumen que más le agrada. No obstante, la libertad de escuchar a su gusto significa que quizás todos los vecinos del sector deban sufrir su música.
Su libertad, en este caso, comienza a perjudicar a los de su alrededor. Crecer hacia la madurez, entonces, implica aprender a usar con responsabilidad la libertad que hemos recibido.
Es este principio el que lleva a Pablo a advertir a la iglesia de Corinto: «Ustedes dicen: “Se me permite hacer cualquier cosa”, pero no todo les conviene. Dicen: “Se me permite hacer cualquier cosa”, pero no todo trae beneficio. No se preocupen por su propio bien, sino por el bien de los demás» (1 Corintios 10.23-24).
En ninguna esfera de la vida es tan evidente nuestra falta de comprensión acerca de la importancia de la libertad como en las relaciones de amor. La mayoría de los compromisos serios de amor nacen con una gran cuota de egoísmo. Más que enamorarnos de la otra persona, nos enamoramos de las sensaciones que produce en nosotros el estar con la otra persona.
En algún momento, sin embargo, la otra persona dejará de producir esas sensaciones. Frente a esta situación, optamos por comenzar a persuadir a la otra persona para que haga lo que nos hace sentir bien. Es decir, pretendemos exigirle que nos ame como a nosotros nos gusta.
Una gran cantidad de relaciones están planteadas en términos de una interminable puja por ver quién puede manipular a quién para conseguir lo que quiere de la persona que dice «amar».
Poseemos todo un arsenal de herramientas a nuestra disposición para buscar la forma de torcerle el brazo al otro: lágrimas, condenación, sermones, enojo, silencio, regalos, halagos, servicio. Todo vale a la hora de conseguir lo que uno quiere.
El autor de Cantares es categórico en cuanto a estos intentos. La persona que intenta «comprar» el afecto de otro cosechará el más profundo desprecio.
He aquí el verdadero desafío de quienes queremos crecer en el amor: aprender a amar, sin esperar nada a cambio. Así ama Dios, quien hace llover sobre justos e injustos. Así ama Cristo, quien murió por nosotros mientras aún estábamos muertos en nuestros pecados. Por este camino debemos transitar. ¿Cuál es el primer paso? Comenzar a respetar la libertad que Dios le ha dado a la otra persona.
Para pensar.
Señor, no deja de asombrarme la profundidad de mi egoísmo. Empaña hasta mis intenciones más altruistas, y por eso no ceso de pedirte que, en tu gran misericordia, me enseñes a amar como tú amas. Haz esa obra en mí, oh Dios, ¡por amor a tu nombre!
Piensa un minuto como amas tú projimo?
Si un hombre tratara de comprar amor con toda su fortuna, su oferta sería totalmente rechazada. Cantares 8.7
Uno de los regalos más preciosos que Dios le ha dado al ser humano es la libertad. Que el Señor haya escogido bendecirnos con este obsequio implica que está dispuesto también a correr el riesgo que implica. Nuestra libertad significa que somos exactamente eso: ¡libres! Y quien es libre puede emplear su libertad de la manera que lo desee. En muchas ocasiones el mal uso de esta libertad acarrea angustias, pleitos y tristezas para quienes están a nuestro alrededor.
Permíteme emplear un sencillo ejemplo para ilustrar este punto. Una persona tiene la libertad de escuchar, dentro de su hogar, la música que le gusta al volumen que más le agrada. No obstante, la libertad de escuchar a su gusto significa que quizás todos los vecinos del sector deban sufrir su música.
Su libertad, en este caso, comienza a perjudicar a los de su alrededor. Crecer hacia la madurez, entonces, implica aprender a usar con responsabilidad la libertad que hemos recibido.
Es este principio el que lleva a Pablo a advertir a la iglesia de Corinto: «Ustedes dicen: “Se me permite hacer cualquier cosa”, pero no todo les conviene. Dicen: “Se me permite hacer cualquier cosa”, pero no todo trae beneficio. No se preocupen por su propio bien, sino por el bien de los demás» (1 Corintios 10.23-24).
En ninguna esfera de la vida es tan evidente nuestra falta de comprensión acerca de la importancia de la libertad como en las relaciones de amor. La mayoría de los compromisos serios de amor nacen con una gran cuota de egoísmo. Más que enamorarnos de la otra persona, nos enamoramos de las sensaciones que produce en nosotros el estar con la otra persona.
En algún momento, sin embargo, la otra persona dejará de producir esas sensaciones. Frente a esta situación, optamos por comenzar a persuadir a la otra persona para que haga lo que nos hace sentir bien. Es decir, pretendemos exigirle que nos ame como a nosotros nos gusta.
Una gran cantidad de relaciones están planteadas en términos de una interminable puja por ver quién puede manipular a quién para conseguir lo que quiere de la persona que dice «amar».
Poseemos todo un arsenal de herramientas a nuestra disposición para buscar la forma de torcerle el brazo al otro: lágrimas, condenación, sermones, enojo, silencio, regalos, halagos, servicio. Todo vale a la hora de conseguir lo que uno quiere.
El autor de Cantares es categórico en cuanto a estos intentos. La persona que intenta «comprar» el afecto de otro cosechará el más profundo desprecio.
He aquí el verdadero desafío de quienes queremos crecer en el amor: aprender a amar, sin esperar nada a cambio. Así ama Dios, quien hace llover sobre justos e injustos. Así ama Cristo, quien murió por nosotros mientras aún estábamos muertos en nuestros pecados. Por este camino debemos transitar. ¿Cuál es el primer paso? Comenzar a respetar la libertad que Dios le ha dado a la otra persona.
Para pensar.
Señor, no deja de asombrarme la profundidad de mi egoísmo. Empaña hasta mis intenciones más altruistas, y por eso no ceso de pedirte que, en tu gran misericordia, me enseñes a amar como tú amas. Haz esa obra en mí, oh Dios, ¡por amor a tu nombre!
Piensa un minuto como amas tú projimo?
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