Preciosa corona
Preciosa corona
Él perdona todos mis pecados y sana todas mis enfermedades. Me redime de la muerte y me corona de amor y tiernas misericordias. Salmo 103.3-4
Cuando cumplí veinte años el Señor me regaló la posibilidad de viajar a Gran Bretaña. Durante mi estadía visité muchos lugares de gran interés histórico. Uno de esos lugares fue la famosa Torre de Londres. Se trata del castillo donde, en el pasado, residieron los reyes de Inglaterra. Hoy, además de ser un museo, es el lugar donde se guarda la corona de la Reina Isabel II.
Ninguna descripción logra hacer justicia a la magnificencia de esta obra de arte. Su intrincado diseño y delicada estructura están elaboradas de piezas de oro, plata y platino, las cuales han sido decoradas con 2868 diamantes, 273 perlas, 17 zafiros, 11 esmeraldas y 5 rubíes.
La indescriptible belleza de esta corona la ha convertido en un atractivo turístico. Para verla uno debe descender a una bóveda subterránea donde la más sofisticada tecnología de seguridad resguarda este incomparable tesoro de cualquier intento de robo.
Cuando la corona está en exhibición atrae a muchas personas que quieren deleitarse en la magnífica creación de los geniales artesanos que la construyeron. Pero cuando esta corona es colocada en la cabeza de una persona, inmediatamente comunica un mensaje a quienes la ven. Ese individuo ha sido apartado para una tarea especial y está revestido de poder, majestad, honra y autoridad.
Esa es, a fin de cuentas, la función de una corona. Nos dice mucho acerca de la persona que la luce. Por eso es tan llamativo que el salmista declare que el Señor nos corona, no con oro, plata o piedras preciosas, sino con aquello que más valor posee en el mundo espiritual: el amor y las tiernas misericordias de Dios.
Quien luce esta corona, entonces, proclama al mundo que ha sido alcanzado por un amor que no tiene punto de comparación con lo que el hombre considera «amor». Entre nosotros, aun las expresiones más sublimes de amor se ven opacadas por el espíritu mezquino, egoísta y áspero del ser humano caído. El amor que corona nuestras cabezas fluye de un corazón que ama de manera insistente y asombrosamente generosa.
No contempla méritos en el ser amado, y su expresión más nítida es la tierna misericordia, esa capacidad de extenderles compasión a los que no la merecen. Es el amor de un Dios que «da la luz de su sol tanto a los malos como a los buenos y envía la lluvia sobre los justos y los injustos por igual» (Mateo 5.45).
Los que portamos esta corona también hemos sido apartados para un rol elevado: amar a nuestros pares con la inexplicable generosidad del Padre, extendiendo a cuanta persona se nos cruce por el camino la misma tierna misericordia que nosotros disfrutamos a diario.
Para pensar.
¿Qué podemos decir, Señor?
Al igual que Pedro, cuando le lavaste los pies, nos sentimos tentados a exclamar:
«¿Tú nos coronas a nosotros? ¿No deberíamos, acaso, nosotros ser los que te coronamos a ti, Rey de reyes y Señor de señores?»
No obstante, recibimos este regalo con un corazón humilde y contrito, reconociendo que te place honrarnos de esta manera. Gracias, Señor; ¡muchas gracias!
Él perdona todos mis pecados y sana todas mis enfermedades. Me redime de la muerte y me corona de amor y tiernas misericordias. Salmo 103.3-4
Cuando cumplí veinte años el Señor me regaló la posibilidad de viajar a Gran Bretaña. Durante mi estadía visité muchos lugares de gran interés histórico. Uno de esos lugares fue la famosa Torre de Londres. Se trata del castillo donde, en el pasado, residieron los reyes de Inglaterra. Hoy, además de ser un museo, es el lugar donde se guarda la corona de la Reina Isabel II.
Ninguna descripción logra hacer justicia a la magnificencia de esta obra de arte. Su intrincado diseño y delicada estructura están elaboradas de piezas de oro, plata y platino, las cuales han sido decoradas con 2868 diamantes, 273 perlas, 17 zafiros, 11 esmeraldas y 5 rubíes.
La indescriptible belleza de esta corona la ha convertido en un atractivo turístico. Para verla uno debe descender a una bóveda subterránea donde la más sofisticada tecnología de seguridad resguarda este incomparable tesoro de cualquier intento de robo.
Cuando la corona está en exhibición atrae a muchas personas que quieren deleitarse en la magnífica creación de los geniales artesanos que la construyeron. Pero cuando esta corona es colocada en la cabeza de una persona, inmediatamente comunica un mensaje a quienes la ven. Ese individuo ha sido apartado para una tarea especial y está revestido de poder, majestad, honra y autoridad.
Esa es, a fin de cuentas, la función de una corona. Nos dice mucho acerca de la persona que la luce. Por eso es tan llamativo que el salmista declare que el Señor nos corona, no con oro, plata o piedras preciosas, sino con aquello que más valor posee en el mundo espiritual: el amor y las tiernas misericordias de Dios.
Quien luce esta corona, entonces, proclama al mundo que ha sido alcanzado por un amor que no tiene punto de comparación con lo que el hombre considera «amor». Entre nosotros, aun las expresiones más sublimes de amor se ven opacadas por el espíritu mezquino, egoísta y áspero del ser humano caído. El amor que corona nuestras cabezas fluye de un corazón que ama de manera insistente y asombrosamente generosa.
No contempla méritos en el ser amado, y su expresión más nítida es la tierna misericordia, esa capacidad de extenderles compasión a los que no la merecen. Es el amor de un Dios que «da la luz de su sol tanto a los malos como a los buenos y envía la lluvia sobre los justos y los injustos por igual» (Mateo 5.45).
Los que portamos esta corona también hemos sido apartados para un rol elevado: amar a nuestros pares con la inexplicable generosidad del Padre, extendiendo a cuanta persona se nos cruce por el camino la misma tierna misericordia que nosotros disfrutamos a diario.
Para pensar.
¿Qué podemos decir, Señor?
Al igual que Pedro, cuando le lavaste los pies, nos sentimos tentados a exclamar:
«¿Tú nos coronas a nosotros? ¿No deberíamos, acaso, nosotros ser los que te coronamos a ti, Rey de reyes y Señor de señores?»
No obstante, recibimos este regalo con un corazón humilde y contrito, reconociendo que te place honrarnos de esta manera. Gracias, Señor; ¡muchas gracias!
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