Hablar bien
Hablar bien
Amados hermanos, no hablen mal los unos de los otros. Si se critican y se juzgan entre ustedes, entonces critican y juzgan la ley de Dios. En cambio, les corresponde obedecer la ley, no hacer la función de jueces. Santiago 4.11
En una cultura donde hablar mal de otros es prácticamente un pasatiempo, ¡qué difícil suena lo que nos pide el texto de hoy! No obstante, Santiago no anda con vueltas. Esta no es una recomendación, sino una exhortación, que es consecuencia del cumplimiento de la ley suprema que ya ha mencionado en el capítulo dos: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (v. 8).
Para no caer en el hábito de hablar mal de otros necesitamos entender algo de la dinámica que esconde esta práctica. Santiago señala que quien habla mal de otro se ha constituido en juez, y en esa capacidad se ubica por encima de aquel a quien juzga.
Es decir, cree que puede señalar el mal en su prójimo porque está convencido de que él mismo no padece ese problema. Santiago, sin embargo, señala que solamente «hay un Legislador y Juez, que es poderoso para salvar y para destruir», y pregunta, con su característica franqueza: «pero tú, ¿quién eres que juzgas a tu prójimo?» (4.12, NBLH).
En esto el apóstol no hace más que reiterar la exhortación que él mismo había oído del propio Jesús: «No juzguen a los demás, y no serán juzgados. Pues serán tratados de la misma forma en que traten a los demás. El criterio que usen para juzgar a otros es el criterio con el que se les juzgará a ustedes» (Mateo 7.1-2).
Al señalar que seremos juzgados apelando a los mismos argumentos que nosotros hemos empleado, Jesús claramente nos está indicando que juzgar al prójimo es jugar con fuego.
Para entender esto, pensemos en algunas posibilidades. Podemos hablar mal de nuestros gobernantes por la forma en que roban descaradamente del pueblo a quien deberían proteger.
Nuestra denuncia se apoya en la convicción de que Dios desaprueba a quien roba. Con ese mismo criterio él nos juzgará a nosotros por ese lapicero que nos llevamos «prestado» del trabajo. O pensemos en la casi universal condenación, entre los evangélicos, de aquellos que fuman.
El principio por el que señalamos como mala esta práctica se basa en que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo. El Señor echará mano de ese mismo argumento para preguntarnos por qué, si sabíamos esto, no mantuvimos un buen régimen de ejercicio, fuimos más moderados a la hora de comer o no dormimos la cuota de horas necesarias para un buen descanso.
Estos ejemplos claramente nos muestran que no estamos por encima de nadie. Nuestra condición de pecadores nos excluye de la posibilidad de tirarles piedras a los demás.
Para pensar.
Cuando hablamos es mejor recorrer otro camino. Hablemos bien de nuestros hermanos y, si no tenemos nada bueno que decir, guardemos silencio. Hablar bien del otro no es simplemente un hábito; es el fruto de una manera de ver a los demás. Cuando somos más conscientes de cuánto el Señor nos ha perdonado a nosotros, podemos ser más misericordiosos con quienes nos rodean.
Amados hermanos, no hablen mal los unos de los otros. Si se critican y se juzgan entre ustedes, entonces critican y juzgan la ley de Dios. En cambio, les corresponde obedecer la ley, no hacer la función de jueces. Santiago 4.11
En una cultura donde hablar mal de otros es prácticamente un pasatiempo, ¡qué difícil suena lo que nos pide el texto de hoy! No obstante, Santiago no anda con vueltas. Esta no es una recomendación, sino una exhortación, que es consecuencia del cumplimiento de la ley suprema que ya ha mencionado en el capítulo dos: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (v. 8).
Para no caer en el hábito de hablar mal de otros necesitamos entender algo de la dinámica que esconde esta práctica. Santiago señala que quien habla mal de otro se ha constituido en juez, y en esa capacidad se ubica por encima de aquel a quien juzga.
Es decir, cree que puede señalar el mal en su prójimo porque está convencido de que él mismo no padece ese problema. Santiago, sin embargo, señala que solamente «hay un Legislador y Juez, que es poderoso para salvar y para destruir», y pregunta, con su característica franqueza: «pero tú, ¿quién eres que juzgas a tu prójimo?» (4.12, NBLH).
En esto el apóstol no hace más que reiterar la exhortación que él mismo había oído del propio Jesús: «No juzguen a los demás, y no serán juzgados. Pues serán tratados de la misma forma en que traten a los demás. El criterio que usen para juzgar a otros es el criterio con el que se les juzgará a ustedes» (Mateo 7.1-2).
Al señalar que seremos juzgados apelando a los mismos argumentos que nosotros hemos empleado, Jesús claramente nos está indicando que juzgar al prójimo es jugar con fuego.
Para entender esto, pensemos en algunas posibilidades. Podemos hablar mal de nuestros gobernantes por la forma en que roban descaradamente del pueblo a quien deberían proteger.
Nuestra denuncia se apoya en la convicción de que Dios desaprueba a quien roba. Con ese mismo criterio él nos juzgará a nosotros por ese lapicero que nos llevamos «prestado» del trabajo. O pensemos en la casi universal condenación, entre los evangélicos, de aquellos que fuman.
El principio por el que señalamos como mala esta práctica se basa en que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo. El Señor echará mano de ese mismo argumento para preguntarnos por qué, si sabíamos esto, no mantuvimos un buen régimen de ejercicio, fuimos más moderados a la hora de comer o no dormimos la cuota de horas necesarias para un buen descanso.
Estos ejemplos claramente nos muestran que no estamos por encima de nadie. Nuestra condición de pecadores nos excluye de la posibilidad de tirarles piedras a los demás.
Para pensar.
Cuando hablamos es mejor recorrer otro camino. Hablemos bien de nuestros hermanos y, si no tenemos nada bueno que decir, guardemos silencio. Hablar bien del otro no es simplemente un hábito; es el fruto de una manera de ver a los demás. Cuando somos más conscientes de cuánto el Señor nos ha perdonado a nosotros, podemos ser más misericordiosos con quienes nos rodean.
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