El poder de una mentira

Él les preguntó: «¿De qué vienen discutiendo tan profundamente por el camino?». Se detuvieron de golpe, con sus rostros cargados de tristeza.   Lucas 24.17

Dos de los discípulos regresaban a Emaús, luego de los terribles sucesos que habían acabado con la vida de su amado Mesías. Mientras caminaban, Jesús los alcanzó y comenzó a caminar a la par de ellos. Sus ojos, nos dice Lucas, estaban cegados y no lograban identificar que esta persona era el Cristo resucitado.

Ayer reflexionábamos sobre el hecho de que esta ceguera probablemente fuera producto de las limitaciones mentales que ellos poseían.


Las maravillosas esperanzas que habían albergado para un glorioso futuro junto al Mesías quedaron violentamente despedazadas cuando los romanos crucificaron a Jesús. La convicción de que aún permanecía muerto permitió que una pesada tristeza se instalara en sus corazones. Cristo, sin embargo, no estaba muerto, sino que caminaba ¡al lado de ellos!
Así de poderoso es el efecto de la mentira. ¡Cuántas veces hemos permitido que una mentira condicione nuestro comportamiento! «Estoy solo», decimos, aunque la Palabra insistentemente nos asegura que, aun caminando por el valle de la sombra de muerte, el Señor estará con nosotros (Salmos 23.4). «Mi situación no tiene arreglo», declaramos con desesperación, aunque el profeta Jeremías nos asegura que nada es imposible para Dios (Jeremías 32.17). «No doy más», decimos con desesperanza, aunque Pablo declara que Dios no permitirá que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas (1 Corintios 10.13).
Nuestras emociones se acomodan a lo que pensamos. Pensamientos incorrectos generan emociones incorrectas. Es por eso que resulta tan importante examinar las declaraciones de nuestros labios, para ver si se ajustan a la verdad revelada de Dios. Cuando no son ciertas estas declaraciones, debemos tomar autoridad sobre ellas y rechazarlas en el nombre de Jesús, y luego declarar lo que la Palabra dice sobre nuestra realidad. Nuestras emociones eventualmente se acomodarán a lo que hemos escogido creer.

Para penar.
«Porque las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo». 2 Corintios 10.4-5 NBLH


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