Benditos
Ellos le contaron: «¡Hemos visto al Señor!». Pero él respondió: «No lo creeré a menos que vea las heridas de los clavos en sus manos, meta mis dedos en ellas y ponga mi mano dentro de la herida de su costado». Juan 20.25
Hemos recorrido los eventos que sucedieron luego de que Cristo resucitó. Sus seguidores, limitados por su tendencia a creer solamente lo que podían explicar con la mente, experimentaron muchas dificultades para aceptar que el Mesías había vuelto a la vida.
Eventualmente, sin embargo, entendieron que se encontraban ante el más grande milagro de la historia, y el asombro se apoderó de ellos.
Uno de ellos, Tomás, no había estado presente en ninguna de las oportunidades en que Jesús se había aparecido a sus seguidores. Cuando sus hermanos le contaron lo sucedido, respondió con la triste frase que leemos en el texto de hoy.
Es triste, primeramente, porque deja en evidencia cuán poco confiaba en sus hermanos. Descartó el testimonio de ellos para aferrarse a la postura de que solamente creería lo que él mismo podía comprobar con sus propias facultades. Esta actitud nos empobrece increíblemente, porque reduce nuestra experiencia espiritual al plano de lo personal, convirtiendo en innecesaria la existencia del cuerpo de Cristo.
Si solamente tiene validez aquello que puedo experimentar yo, personalmente, entonces las vivencias de mis hermanos me tendrán sin cuidado.
Sospecho que esta es una de las razones por las que despierta poco entusiasmo en nosotros el testimonio de nuestros hermanos. Los escuchamos, por respeto, pero no nos generan un entusiasmado asombro porque, en última instancia, no lo vivimos nosotros.
La otra razón por la que entristece la respuesta de Tomás es que Jesús se había mostrado al grupo en una gran diversidad de situaciones. Parece mentira que sea necesario otra demostración adicional para que este discípulo crea. Si seguimos la lógica de Tomás, será necesario que el Cristo resucitado se le aparezca personalmente a cada persona que decide creer en él.
Su gran amor por los discípulos lo llevó a presentarse, para que Tomás pudiera realizar la prueba que, según él, despejaría sus dudas.
El Señor, sin embargo, se dirigió a él con una dura exhortación:
«Ya no seas incrédulo. ¡Cree!» (v. 27).
Fue en ese momento que Tomás finalmente se convirtió, exclamando: «¡Mi Señor y mi Dios!» (v. 28).
Seguramente, Jesús se alegró por la transformación en la vida de Tomás. No obstante, aclaró: «Tú crees porque me has visto; benditos los que creen sin verme» (v. 29).
Esa frase señala un camino más noble que el que recorrió Tomás. Es un llamado a que no caigamos en la trampa de exigirle al Señor pruebas para creer, pues la abundancia de pruebas no necesariamente produce fe, como claramente vemos en los israelitas que acompañaron a Moisés en el desierto.
Para pensar.
La fe es una postura espiritual que contradice la corriente de este mundo. Cree porque ha entendido que Dios no es uno de nosotros. Esa sola conclusión nos libra de la necesidad de tratarlo a él como si fuera un dios a semejanza e imagen de los hombres. Podemos confiar en él precisamente porque no es hombre, para fallarnos.
Hemos recorrido los eventos que sucedieron luego de que Cristo resucitó. Sus seguidores, limitados por su tendencia a creer solamente lo que podían explicar con la mente, experimentaron muchas dificultades para aceptar que el Mesías había vuelto a la vida.
Eventualmente, sin embargo, entendieron que se encontraban ante el más grande milagro de la historia, y el asombro se apoderó de ellos.
Uno de ellos, Tomás, no había estado presente en ninguna de las oportunidades en que Jesús se había aparecido a sus seguidores. Cuando sus hermanos le contaron lo sucedido, respondió con la triste frase que leemos en el texto de hoy.
Es triste, primeramente, porque deja en evidencia cuán poco confiaba en sus hermanos. Descartó el testimonio de ellos para aferrarse a la postura de que solamente creería lo que él mismo podía comprobar con sus propias facultades. Esta actitud nos empobrece increíblemente, porque reduce nuestra experiencia espiritual al plano de lo personal, convirtiendo en innecesaria la existencia del cuerpo de Cristo.
Si solamente tiene validez aquello que puedo experimentar yo, personalmente, entonces las vivencias de mis hermanos me tendrán sin cuidado.
Sospecho que esta es una de las razones por las que despierta poco entusiasmo en nosotros el testimonio de nuestros hermanos. Los escuchamos, por respeto, pero no nos generan un entusiasmado asombro porque, en última instancia, no lo vivimos nosotros.
La otra razón por la que entristece la respuesta de Tomás es que Jesús se había mostrado al grupo en una gran diversidad de situaciones. Parece mentira que sea necesario otra demostración adicional para que este discípulo crea. Si seguimos la lógica de Tomás, será necesario que el Cristo resucitado se le aparezca personalmente a cada persona que decide creer en él.
Su gran amor por los discípulos lo llevó a presentarse, para que Tomás pudiera realizar la prueba que, según él, despejaría sus dudas.
El Señor, sin embargo, se dirigió a él con una dura exhortación:
«Ya no seas incrédulo. ¡Cree!» (v. 27).
Fue en ese momento que Tomás finalmente se convirtió, exclamando: «¡Mi Señor y mi Dios!» (v. 28).
Seguramente, Jesús se alegró por la transformación en la vida de Tomás. No obstante, aclaró: «Tú crees porque me has visto; benditos los que creen sin verme» (v. 29).
Esa frase señala un camino más noble que el que recorrió Tomás. Es un llamado a que no caigamos en la trampa de exigirle al Señor pruebas para creer, pues la abundancia de pruebas no necesariamente produce fe, como claramente vemos en los israelitas que acompañaron a Moisés en el desierto.
Para pensar.
La fe es una postura espiritual que contradice la corriente de este mundo. Cree porque ha entendido que Dios no es uno de nosotros. Esa sola conclusión nos libra de la necesidad de tratarlo a él como si fuera un dios a semejanza e imagen de los hombres. Podemos confiar en él precisamente porque no es hombre, para fallarnos.
No Comments