Lagrimas que hablan
Lágrimas que hablan
Al acercarse a Jerusalén, Jesús vio la ciudad delante de él y comenzó a llorar, diciendo: «¡Cómo quisiera que hoy tú, entre todos los pueblos, entendieras el camino de la paz!». Lucas 19.41-42
El profeta Isaías dice de Cristo, en su cuarto canto mesiánico, que era un «varón de dolores y experimentado en aflicción» (Isaías 53.3, NBLH).
Solemos asociar esta profunda angustia con el desprecio, la incomprensión y la persecución que lo acompañaron durante gran parte de su ministerio público. De hecho, el contexto del pasaje de Isaías se refiere, precisamente, a la violenta oposición de la que sería objeto.
El texto de hoy nos permite ver que Jesús experimentó una clase de dolor que se relaciona íntimamente con su vocación pastoral. Esta angustia es el resultado de percibir la desesperante condición de los que más necesidad tienen, y no poder hacer nada al respecto.
Cuando el Señor se acercó a Jerusalén, camino hacia la cruz, la miró desde uno de los montes que la rodea. En esa mirada vio mucho más que casas, edificios, plazas y calles. Vio más que la gente que se movía de un lado para otro en el desempeño de sus actividades cotidianas. Percibió, en lo profundo de su corazón, el destino que le esperaba a la ciudad santa, un destino que deparaba sufrimiento, muerte y, finalmente, destrucción.
La población de la ciudad, sin embargo, ignoraba por completo el cataclismo que venía sobre ella.
El corazón de Jesús se quebrantó porque deseaba, con todo su ser, evitarle a su pueblo este trago amargo. Había trabajado de manera incansable para que conocieran la verdad y, a la luz de esa revelación, se arrepintieran de su obstinada rebeldía. Jerusalén, sin embargo, no supo reconocer el día en que fue visitada por el mismo Señor (Lucas 19.44). El pastor de Israel estuvo en medio de ellos y no lo percibieron.
Las lágrimas del Señor nos permiten ver la profundidad de su amor, la tierna manifestación de un corazón que agonizaba por el dolor y la ceguera de quienes no tenían consciencia del verdadero estado de su vida.
Es la misma aflicción que padeció el apóstol Pablo cuando relaciona su esfuerzo por formar a Cristo en los demás con dolores de parto (Gálatas 4.19). En su carta a los corintios confesaba: «está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién es débil sin que yo sea débil? ¿A quién se le hace pecar sin que yo no me preocupe intensamente?» (2 Corintios 11.28-29, NBLH).
Ese corazón tierno, compasivo, sufrido y amoroso de Cristo sigue latiendo hoy. No logra mantenerse indiferente a nuestras luchas, dolores y frustraciones. Sus lágrimas lo impulsan a interceder perpetuamente, delante del Padre, por nuestras necesidades. Su anhelo de vernos disfrutando de la vida plena que Dios ofrece a todos los que se acercan a él lo impulsa, literalmente, a mover cielo y tierra a nuestro favor. Su vocación pastoral no cesará hasta que haya completado la obra que comenzó el día que se cruzó por nuestro camino.
Para pensar.
«Las lágrimas que se derraman por uno mismo son una señal de debilidad. Las lágrimas que se derraman por otros son una señal de fortaleza». Billy Graham
Al acercarse a Jerusalén, Jesús vio la ciudad delante de él y comenzó a llorar, diciendo: «¡Cómo quisiera que hoy tú, entre todos los pueblos, entendieras el camino de la paz!». Lucas 19.41-42
El profeta Isaías dice de Cristo, en su cuarto canto mesiánico, que era un «varón de dolores y experimentado en aflicción» (Isaías 53.3, NBLH).
Solemos asociar esta profunda angustia con el desprecio, la incomprensión y la persecución que lo acompañaron durante gran parte de su ministerio público. De hecho, el contexto del pasaje de Isaías se refiere, precisamente, a la violenta oposición de la que sería objeto.
El texto de hoy nos permite ver que Jesús experimentó una clase de dolor que se relaciona íntimamente con su vocación pastoral. Esta angustia es el resultado de percibir la desesperante condición de los que más necesidad tienen, y no poder hacer nada al respecto.
Cuando el Señor se acercó a Jerusalén, camino hacia la cruz, la miró desde uno de los montes que la rodea. En esa mirada vio mucho más que casas, edificios, plazas y calles. Vio más que la gente que se movía de un lado para otro en el desempeño de sus actividades cotidianas. Percibió, en lo profundo de su corazón, el destino que le esperaba a la ciudad santa, un destino que deparaba sufrimiento, muerte y, finalmente, destrucción.
La población de la ciudad, sin embargo, ignoraba por completo el cataclismo que venía sobre ella.
El corazón de Jesús se quebrantó porque deseaba, con todo su ser, evitarle a su pueblo este trago amargo. Había trabajado de manera incansable para que conocieran la verdad y, a la luz de esa revelación, se arrepintieran de su obstinada rebeldía. Jerusalén, sin embargo, no supo reconocer el día en que fue visitada por el mismo Señor (Lucas 19.44). El pastor de Israel estuvo en medio de ellos y no lo percibieron.
Las lágrimas del Señor nos permiten ver la profundidad de su amor, la tierna manifestación de un corazón que agonizaba por el dolor y la ceguera de quienes no tenían consciencia del verdadero estado de su vida.
Es la misma aflicción que padeció el apóstol Pablo cuando relaciona su esfuerzo por formar a Cristo en los demás con dolores de parto (Gálatas 4.19). En su carta a los corintios confesaba: «está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién es débil sin que yo sea débil? ¿A quién se le hace pecar sin que yo no me preocupe intensamente?» (2 Corintios 11.28-29, NBLH).
Ese corazón tierno, compasivo, sufrido y amoroso de Cristo sigue latiendo hoy. No logra mantenerse indiferente a nuestras luchas, dolores y frustraciones. Sus lágrimas lo impulsan a interceder perpetuamente, delante del Padre, por nuestras necesidades. Su anhelo de vernos disfrutando de la vida plena que Dios ofrece a todos los que se acercan a él lo impulsa, literalmente, a mover cielo y tierra a nuestro favor. Su vocación pastoral no cesará hasta que haya completado la obra que comenzó el día que se cruzó por nuestro camino.
Para pensar.
«Las lágrimas que se derraman por uno mismo son una señal de debilidad. Las lágrimas que se derraman por otros son una señal de fortaleza». Billy Graham
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