Bendito sea
Bendito sea
Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del SEÑOR. Job 1.21 NBLH
¿Cuál es la convicción que le permite a Job, inmerso en la tragedia, efectuar semejante declaración?
No contabiliza la catástrofe como pérdida porque nada de lo que poseía era suyo. Reconoce su verdadera condición en la tierra, la de un peregrino que vive de prestado. Sus bueyes, sus ovejas y sus camellos eran prestados. Sus criados eran prestados. Aun sus hijos e hijas eran prestados. Llegó al mundo sin nada y así se irá de él. Todo lo que logre disfrutar, en ese espacio intermedio entra la vida y la muerte, es pura dádiva celestial.
Mas Job percibe algo más profundo. La figura más triste en este mundo es la persona que gasta su «dinero en lo que no es pan, Y su salario en lo que no sacia» (Isaías 55.2, NBLH).
No perdió nada porque lo único que alguna vez había poseído es aquello que le fue dado: la vida misma. Esta convicción, en su expresión más pura y absoluta, es lo que resulta cuando vivimos conectados con el Eterno. Lo podemos perder todo y, aun así, conservar la vida. Ni siquiera pasar de este mundo al venidero puede quitarnos esta riqueza. Job sabe que todo lo demás —patrimonios, comodidades, familia y prestigio— pasará, mas lo eterno perdurará para siempre.
En una cultura obsesionada con la búsqueda del placer y la realización personal, las palabras de Job suenan a blasfemia. Nos preocupan su autoestima, la negación en la que quizás se haya sumergido, las secuelas emocionales y psicológicas que puedan resultar de semejante catástrofe. Job, sin embargo, declara: «Bendito sea el nombre del Señor».
La raíz de la palabra «bendecir» es «arrodillarse». Es decir, Job no solamente se postra con su cuerpo, sino que su espíritu también se inclina ante el Señor. Desconoce nuestro hábito de mostrar una cara a los demás mientras, en lo secreto de nuestro interior, nos aferramos a una postura contraria. Bendecir es hablar bien del Señor, enumerar sus bondades, testificar de su misericordia. Es acomodar el corazón para que acompañe plenamente las acciones del cuerpo postrado.
Nos desconcierta la respuesta de Job porque generalmente bendecimos el nombre de Dios cuando todo marcha bien, cuando la vida nos sonríe, cuando abundan los momentos agradables, los amigos y los medios para vivir a la medida de nuestras expectativas. En medio de las calamidades, sin embargo, la historia es otra. En esas situaciones nos identificamos más con la reacción de la esposa de Job: «¿Aún conservas tu integridad? Maldice a Dios y muérete» (2.9).
No obstante, con una obstinación enervante, Job insiste en señalar: «¿Aceptaremos el bien de Dios pero no aceptaremos el mal?» (2.10). La más pura expresión de sus convicciones sigue siendo la declaración: «Bendito sea el nombre del Señor».
Para pensar.
«No podemos alabar verdaderamente a Dios si no estamos agradecidos por aquello por lo cual lo alabamos. Y no podemos estar realmente agradecidos a menos que creamos que nuestro Padre omnipotente y amoroso está obrando para nuestro bien». Merlin Carothers
Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del SEÑOR. Job 1.21 NBLH
¿Cuál es la convicción que le permite a Job, inmerso en la tragedia, efectuar semejante declaración?
No contabiliza la catástrofe como pérdida porque nada de lo que poseía era suyo. Reconoce su verdadera condición en la tierra, la de un peregrino que vive de prestado. Sus bueyes, sus ovejas y sus camellos eran prestados. Sus criados eran prestados. Aun sus hijos e hijas eran prestados. Llegó al mundo sin nada y así se irá de él. Todo lo que logre disfrutar, en ese espacio intermedio entra la vida y la muerte, es pura dádiva celestial.
Mas Job percibe algo más profundo. La figura más triste en este mundo es la persona que gasta su «dinero en lo que no es pan, Y su salario en lo que no sacia» (Isaías 55.2, NBLH).
No perdió nada porque lo único que alguna vez había poseído es aquello que le fue dado: la vida misma. Esta convicción, en su expresión más pura y absoluta, es lo que resulta cuando vivimos conectados con el Eterno. Lo podemos perder todo y, aun así, conservar la vida. Ni siquiera pasar de este mundo al venidero puede quitarnos esta riqueza. Job sabe que todo lo demás —patrimonios, comodidades, familia y prestigio— pasará, mas lo eterno perdurará para siempre.
En una cultura obsesionada con la búsqueda del placer y la realización personal, las palabras de Job suenan a blasfemia. Nos preocupan su autoestima, la negación en la que quizás se haya sumergido, las secuelas emocionales y psicológicas que puedan resultar de semejante catástrofe. Job, sin embargo, declara: «Bendito sea el nombre del Señor».
La raíz de la palabra «bendecir» es «arrodillarse». Es decir, Job no solamente se postra con su cuerpo, sino que su espíritu también se inclina ante el Señor. Desconoce nuestro hábito de mostrar una cara a los demás mientras, en lo secreto de nuestro interior, nos aferramos a una postura contraria. Bendecir es hablar bien del Señor, enumerar sus bondades, testificar de su misericordia. Es acomodar el corazón para que acompañe plenamente las acciones del cuerpo postrado.
Nos desconcierta la respuesta de Job porque generalmente bendecimos el nombre de Dios cuando todo marcha bien, cuando la vida nos sonríe, cuando abundan los momentos agradables, los amigos y los medios para vivir a la medida de nuestras expectativas. En medio de las calamidades, sin embargo, la historia es otra. En esas situaciones nos identificamos más con la reacción de la esposa de Job: «¿Aún conservas tu integridad? Maldice a Dios y muérete» (2.9).
No obstante, con una obstinación enervante, Job insiste en señalar: «¿Aceptaremos el bien de Dios pero no aceptaremos el mal?» (2.10). La más pura expresión de sus convicciones sigue siendo la declaración: «Bendito sea el nombre del Señor».
Para pensar.
«No podemos alabar verdaderamente a Dios si no estamos agradecidos por aquello por lo cual lo alabamos. Y no podemos estar realmente agradecidos a menos que creamos que nuestro Padre omnipotente y amoroso está obrando para nuestro bien». Merlin Carothers
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