Yo creo

Yo creo

El mensaje de la cruz es ciertamente una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es decir, para nosotros, es poder de Dios.  
1 Corintios 1.18 RVC

Cuando intentamos someter las declaraciones de Dios a los probados procesos de un razonamiento cuidadoso y prolijo, el resultado, por lo general, es la incredulidad. Sus afirmaciones no se ajustan a la lógica ni a la evidencia que tenemos delante de nosotros. Seguros en la convicción de que nuestras conclusiones se resisten al más riguroso análisis, nos aferramos a nuestra actitud de escepticismo frente a la palabra que él ha hablado.

Otras personas, sin embargo, al escuchar exactamente la misma palabra demuestran un entusiasmo contagioso. No dudan en proclamar que el solo hecho de que Dios haya declarado algo constituye suficiente evidencia, para ellos, de la confiabilidad de esa declaración. La consecuencia es que en sus vidas comienza a obrar el poder de Dios, mientras que en nuestra vida se produce un estancamiento espiritual que sofoca toda pasión por el Señor.

El apóstol Pablo identifica estas diferentes reacciones en el texto que hoy consideramos. Para algunos, pensar en un Dios que sacrifica a su Hijo en una cruz para redimir a la humanidad resulta tan ridículo que despierta en ellos la burla y el desdén. Otros, sin embargo, encuentran en este hecho la respuesta a los anhelos más profundos se su ser, y se entregan con gozo a la nueva vida que se les ofrece en Cristo Jesús.
¿Dónde radica la diferencia entre una persona y la otra?
La declaración del Señor es exactamente la misma, pero las respuestas son radicalmente distintas.
El autor de Hebreos identifica, con singular claridad, la raíz del problema: «a nosotros se nos ha anunciado las buenas nuevas, como también a ellos. Pero la palabra que ellos oyeron no les aprovechó por no ir acompañada por la fe en los que la oyeron» (Hebreos 4.2, NBLH).

El ingrediente faltante es la fe, esa disposición a creer en lugar de examinar. La llave que desata el poder de la Palabra es la disposición nuestra de abrazarnos a ella aun cuando toda la evidencia pareciera indicar que la proclamación es una locura.
Un buen ejemplo de estas posturas diferentes lo ofrecen los doce espías. Diez de ellos no supieron sumarle fe a la palabra que Dios les había dado. Se enredaron en un pantano de argumentos y razonamientos necios. Caleb y Josué, sin embargo, creyeron que el Señor era poderoso para cumplir lo que había prometido. Su convicción le sumó fe a la palabra y selló su plena participación en la conquista de la tierra. Los otros diez perecieron en el desierto.

Para ejercer la fe, la mente también debe sujetarse al Señor. Necesitamos entender que nuestras capacidades de razonamiento son limitadas. Los mejores argumentos no siempre nos conducen hacia la verdad. En algún momento debemos aquietar nuestra mente y animarnos a decir: «Si tú lo dices, Señor, yo lo creo».

Para pensar
«“Sea hallado Dios veraz, aunque todo hombre sea hallado mentiroso” es la declaración de fe más genuina». A. W. Tozer






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