Ejercicio poco productivo

Ejercicio poco productivo
Señor, si hubieras estado aquí́, mi hermano no habría muerto.
Juan 11.21 NBLH

Cuando Jesús llegó a Betania la primera persona que salió́ a su encuentro fue Marta. No sabemos si existió́ en sus palabras un reproche hacia el Señor. Pero sí muestran que Marta había entrado en esa espiral sin salida que todos recorremos en tiempos de profunda crisis.

Se trata de ese proceso mental en el que, una y otra vez, especulamos acerca de lo diferente que habría sido el presente si tal o cual situación del pasado no hubiera ocurrido. El lamento de Marta era aún más intenso porque sus palabras eran cien por ciento acertadas.

Si Jesús hubiera estado presente en el momento de la enfermedad de Lázaro no cabe duda alguna que lo podría haber sanado. No era esta una expresión profunda de fe por parte de Marta, sino la conclusión lógica de quien sabia que Jesús había sanado a cientos a lo largo y ancho del país.
Marta no estaba sola en su lamento. Cuando María llegó, esgrimió́ exactamente la misma frase: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (v. 32).
Los judíos que acompañaban a las hermanas pensaban de igual manera: «¿No podía Este, que abrió́ los ojos del ciego, haber evitado también que Lázaro muriera?» (v. 37).
La tentación de volver la mirada hacia el pasado y hundirse en inútiles especulaciones es universal. Los israelitas volvieron, una y otra vez, los ojos hacia Egipto cuando las circunstancias en el desierto se volvían desfavorables.

Lo mismo sucedió́ con Josué́ cuando su entusiasmo lo llevó a atacar la ciudad de Hai sin consultar al Señor (Josué́ 7).

Ante la inesperada derrota que sufrieron sus hombres, la asombrosa victoria lograda en Jericó́ pasó al olvido y Josué́ quedó atrapado en un inútil lamento: ¿para qué se le había ocurrido cruzar el río Jordán?
Aun Cristo, en Getsemaní́, preguntó al Padre si no existiría algún otro camino que no fuera el de la cruz.
No obstante, afirmó su absoluta disposición de sujetar su mente, su espíritu, sus emociones y aun su integridad física a la voluntad de Dios.

En esta decisión encontramos la clave para superar los momentos más duros de la vida. La palabra que mejor describe esta actitud es rendirse. El que ha escogido rendirse ha decidido dejar de luchar. Y esta decisión no solamente alcanza las circunstancias particulares que atraviesa, sino que también impone una quietud sobre aquel lugar donde se libran nuestras más feroces batallas: la mente.
No hay lamento que pueda cambiar la dura realidad que nos toca vivir. Pero nosotros sí podemos cambiar. De un estado de angustia y agitación podemos pasar a la quietud que nos permite declarar: «Bendito Dios, todo está en tus manos. Me rindo ante tu soberana majestad».

Para pensar
«Mientras perdure el resentimiento por aquello que habríamos deseado que no ocurriera, por las relaciones que nos habría gustado que fueran diferentes, por errores que habríamos preferido no haber cometido, una parte de nuestro corazón permanecerá́ aislada, incapaz de producir el fruto de la nueva vida que tenemos por delante».
 


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