Claro mensaje

Claro mensaje

Abraham le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se persuadirán por más que alguno se levantara de los muertos».   Lucas 16.31

La historia de Lázaro y el hombre rico demuestra, de manera dramática, la necesidad de tomar decisiones acertadas en esta vida. El rico, en este relato, estaba demasiado ocupado en acumular bienes como para pensar en la vida más allá de la muerte.

Así que mucho menos le podría llegar a interesar el fijarse en un sucio mendigo. Tristemente, entendió que había errado el camino cuando ya era demasiado tarde.
Sufría tales tormentos en el lugar de los muertos que deseaba que ese mismo mendigo viniera ahora siquiera a mojarle la lengua con un poco de agua. ¡Pero era demasiado tarde!

El hombre pensó, entonces, en los cinco hermanos que había dejado en la Tierra. Quizás, si lograba advertirles a ellos, podrían evitar el espantoso destino que él padecía.
¿Podía acaso Abraham enviar a Lázaro para que les advirtiera?
¡Cómo no escucharían a un hombre quien, en este caso, volvería de la muerte con semejante mensaje!
El error del hombre rico fue creer que la razón por la que no había creído era por la falta de eficacia de los mensajeros con que se había cruzado en la vida. Si hubiera llegado alguien que hablara con mayor convicción, que poseía mayor claridad o que demostraba mayor unción, entonces —estaba convencido— habría aceptado el mensaje.

Creía que los mensajeros que había conocido a lo largo de su peregrinaje terrenal no habían sido lo suficientemente persuasivos.
Tales fantasías no constituyen más que una distracción del verdadero problema que todos padecemos: un corazón incrédulo. No es la ineficacia del mensajero la responsable de nuestra falta de convicción, sino la dureza de nuestro espíritu.

Para entender cuán acertada es esta realidad no tenemos más que considerar la historia de Israel.
En su gran bondad Dios proveyó al pueblo mensajeros de la talla de Moisés, Josué, Samuel, Isaías, Oseas, Jeremías, Amós y aun la persona de su propio Hijo. No obstante, ninguno de ellos logró mellar el espíritu de incredulidad en el que estaban sumergidos. No hacían falta más mensajeros. Era necesario recorrer el camino del arrepentimiento.

¿Existirá esta abundancia de mensajeros en nuestra propia vida?
¡Claro que sí! Inclusive corremos con mayor ventaja, pues nos acompaña el testimonio de dos mil años de historia de la iglesia. Aun así, muchas veces escogemos no creer.
La próxima vez que dudes ante una verdad anunciada, no justifiques tus dudas mirando al mensajero. Examina tu propio corazón. Seguramente encontrarás allí el obstáculo que impide el ejercicio de la fe. Si te arrepientes, habrás dado un gran paso hacia la vida abundante.

Para pensar
«Cristo nunca dejó de trazar una distinción entre la duda y la incredulidad. La duda exclama: “No puedo creer”. La incredulidad exclama: “No quiero creer”. La duda es honestidad. La incredulidad es obstinación. La duda busca la luz. La incredulidad se satisface con la oscuridad».







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