Desde los cielos
Desde los cielos
Dios mira desde los cielos a toda la raza humana; observa para ver si hay alguien realmente sabio, si alguien busca a Dios. Salmo 53.2
Estoy sentado en el aeropuerto, en otra de las interminables esperas para la salida de un vuelo. Me he ubicado cerca de un gran ventanal que ofrece una refrescante vista. Más allá de la pista se levantan verdes montes cubiertos por nubes cargadas de agua. A ratos levanto los ojos y me deleito en el esplendor de la naturaleza. Mi mirada, sin embargo, es fugaz. Las montañas no logran atrapar por mucho tiempo mi atención; son apenas una fuente de recreación para la vista.
Cuán diferente sería mi mirada si, por ejemplo, me acompañara un amigo que intentara señalar algún objeto en una de las laderas: un monasterio, una carretera, la caída de alguna catarata o lo que pareciera ser el principio de un incendio. Ya no serviría una mirada fugaz y momentánea; tendría que concentrar todo mi esfuerzo en tratar de identificar el lugar que me indica.
Estoy seguro de que la tarea no resultaría nada sencilla, no solamente porque la distancia no me permitiría ver claramente los detalles, sino también porque mis ojos ya no poseen el vigor que poseían cuando era más joven.
El texto que examinamos hoy nos dice que el Señor también está absorto en un proceso de búsqueda. La mirada del Altísimo puede ser comparada con el esfuerzo y la concentración que empleo para tratar de ubicar un punto en las montañas.
Su contemplación no es fugaz ni distraída porque, a sus ojos, cada individuo posee un valor incalculable. No desea arribar a conclusiones apresuradas ni darse por vencido. Cuando sus ojos recorren la Tierra, examina cada corazón para ver si encuentra individuos con ansias de conocerle y deseosos de caminar con él.
Tristemente, el salmista nos dice que no hay ni uno quien le busque, ni uno solo (v. 3). Es difícil no sentir la desazón que encierra esta conclusión, especialmente cuando recordamos que fuimos creados para vivir en comunión con él.
A pesar de la declaración del salmista, la convicción de que soy una persona que busca a Dios persiste. Estoy convencido de que me esfuerzo, aunque no siempre con éxito, por encontrarlo. El arraigado egoísmo de mi naturaleza humana se rehúsa a aceptar que yo pueda ser uno más entre el montón de personas que no tienen interés en el Señor.
Sospecho que mi terquedad es parte de la razón por la que se me hace difícil «encontrarlo». Todavía me cuesta entender que la vida espiritual no se sostiene por medio de mi esfuerzo por encontrarlo a él, sino por medio del esfuerzo de Dios por encontrarme a mí. Quizás necesite relajarme más para dejar que él me encuentre. Seguramente, mi respuesta a sus iniciativas llevará más fruto que su respuesta a mis esfuerzos.
Para pensar
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en (a causa de) nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados), y con Él nos resucitó y con Él nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús». Efesios 2.4-6 NBLH
Dios mira desde los cielos a toda la raza humana; observa para ver si hay alguien realmente sabio, si alguien busca a Dios. Salmo 53.2
Estoy sentado en el aeropuerto, en otra de las interminables esperas para la salida de un vuelo. Me he ubicado cerca de un gran ventanal que ofrece una refrescante vista. Más allá de la pista se levantan verdes montes cubiertos por nubes cargadas de agua. A ratos levanto los ojos y me deleito en el esplendor de la naturaleza. Mi mirada, sin embargo, es fugaz. Las montañas no logran atrapar por mucho tiempo mi atención; son apenas una fuente de recreación para la vista.
Cuán diferente sería mi mirada si, por ejemplo, me acompañara un amigo que intentara señalar algún objeto en una de las laderas: un monasterio, una carretera, la caída de alguna catarata o lo que pareciera ser el principio de un incendio. Ya no serviría una mirada fugaz y momentánea; tendría que concentrar todo mi esfuerzo en tratar de identificar el lugar que me indica.
Estoy seguro de que la tarea no resultaría nada sencilla, no solamente porque la distancia no me permitiría ver claramente los detalles, sino también porque mis ojos ya no poseen el vigor que poseían cuando era más joven.
El texto que examinamos hoy nos dice que el Señor también está absorto en un proceso de búsqueda. La mirada del Altísimo puede ser comparada con el esfuerzo y la concentración que empleo para tratar de ubicar un punto en las montañas.
Su contemplación no es fugaz ni distraída porque, a sus ojos, cada individuo posee un valor incalculable. No desea arribar a conclusiones apresuradas ni darse por vencido. Cuando sus ojos recorren la Tierra, examina cada corazón para ver si encuentra individuos con ansias de conocerle y deseosos de caminar con él.
Tristemente, el salmista nos dice que no hay ni uno quien le busque, ni uno solo (v. 3). Es difícil no sentir la desazón que encierra esta conclusión, especialmente cuando recordamos que fuimos creados para vivir en comunión con él.
A pesar de la declaración del salmista, la convicción de que soy una persona que busca a Dios persiste. Estoy convencido de que me esfuerzo, aunque no siempre con éxito, por encontrarlo. El arraigado egoísmo de mi naturaleza humana se rehúsa a aceptar que yo pueda ser uno más entre el montón de personas que no tienen interés en el Señor.
Sospecho que mi terquedad es parte de la razón por la que se me hace difícil «encontrarlo». Todavía me cuesta entender que la vida espiritual no se sostiene por medio de mi esfuerzo por encontrarlo a él, sino por medio del esfuerzo de Dios por encontrarme a mí. Quizás necesite relajarme más para dejar que él me encuentre. Seguramente, mi respuesta a sus iniciativas llevará más fruto que su respuesta a mis esfuerzos.
Para pensar
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en (a causa de) nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados), y con Él nos resucitó y con Él nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús». Efesios 2.4-6 NBLH
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