Otra clase de asombro
Otra clase de asombro
Al oírlo, Jesús quedó asombrado. Se dirigió a la multitud que lo seguía y dijo: «Les digo, ¡no he visto una fe como esta en todo Israel!». Lucas 7.9
Tal como mencioné en la reflexión de ayer, fueron escasas las situaciones en las que Jesús experimentó asombro.
Las muchas y variadas manifestaciones de los hombres a su alrededor no le sorprendían porque él «conocía todo acerca de las personas. No hacía falta que nadie le dijera sobre la naturaleza humana, pues él sabía lo que había en el corazón de cada persona» (Juan 2.24-25).
La historia que examinamos hoy es el segundo registro en los Evangelios de una situación donde Jesús sintió asombro. Se dirigía a la casa de un centurión que requería su intervención ante la enfermedad de uno de sus siervos. Por el camino, sin embargo, le envió este mensaje: «Señor, no te molestes en venir a mi casa, porque no soy digno de tanto honor. Ni siquiera soy digno de ir a tu encuentro. Tan solo pronuncia la palabra desde donde estás y mi siervo se sanará. Lo sé porque estoy bajo la autoridad de mis oficiales superiores y tengo autoridad sobre mis soldados. Solo tengo que decir: “Vayan”, y ellos van, o “vengan”, y ellos vienen. Y si les digo a mis esclavos: “Hagan esto”, lo hacen». (vv. 6-8).
El centurión entendía cabalmente el funcionamiento de un sistema de autoridad, porque pertenecía a una institución construida sobre ese fundamento. En la esfera militar, el ejercicio fluido de la autoridad es absolutamente esencial para la ejecución de cualquier estrategia. Quienes forman parte de ese sistema entienden que todos los movimientos corresponden a un sencillo principio: cuando un jerarca da una orden, los que están bajo su mando deben obedecer. Este principio es inviolable y sostiene la vida misma de un organismo militar.
El centurión percibió que en el mundo espiritual opera el mismo principio. Cuando alguien con autoridad habla, todos los seres que están por debajo de esa persona tienen que obedecer.
•Jesús posee más autoridad que las olas: les ordena que se aquieten y estas deben obedecerlo.
•Posee mayor autoridad que la legión de demonios que dominaba al gadareno: les ordena que salgan del hombre y ellos se ven obligados a salir.
•Posee mayor autoridad que la enfermedad: le ordena a un paralítico que se ponga en pie, y este debe asumir esa posición.
La claridad con la que el centurión comprendía los mecanismos de la fe asombró a Jesús. A pesar de estar entre un pueblo religioso no había visto otra expresión comparable a esta. ¡Qué triste!
¿Será que tú y yo también lograremos asombrar a Jesús?
¿Surgirá, en estos tiempos, una iglesia más sencilla, que se resista a la tentación de complicar la vida de la fe?
Yo anhelo ser instrumento, en las manos de Dios, para ayudar a que esa iglesia surja con fuerza en nuestro medio. ¿Quién podrá hacerle frente, cuando se ponga en marcha?
Para pensar
«La verdadera fe descansa sobre el carácter de Dios y no exige mayores evidencias que la excelencia moral de Aquel que no puede mentir. Es suficiente con que Dios lo diga».
Al oírlo, Jesús quedó asombrado. Se dirigió a la multitud que lo seguía y dijo: «Les digo, ¡no he visto una fe como esta en todo Israel!». Lucas 7.9
Tal como mencioné en la reflexión de ayer, fueron escasas las situaciones en las que Jesús experimentó asombro.
Las muchas y variadas manifestaciones de los hombres a su alrededor no le sorprendían porque él «conocía todo acerca de las personas. No hacía falta que nadie le dijera sobre la naturaleza humana, pues él sabía lo que había en el corazón de cada persona» (Juan 2.24-25).
La historia que examinamos hoy es el segundo registro en los Evangelios de una situación donde Jesús sintió asombro. Se dirigía a la casa de un centurión que requería su intervención ante la enfermedad de uno de sus siervos. Por el camino, sin embargo, le envió este mensaje: «Señor, no te molestes en venir a mi casa, porque no soy digno de tanto honor. Ni siquiera soy digno de ir a tu encuentro. Tan solo pronuncia la palabra desde donde estás y mi siervo se sanará. Lo sé porque estoy bajo la autoridad de mis oficiales superiores y tengo autoridad sobre mis soldados. Solo tengo que decir: “Vayan”, y ellos van, o “vengan”, y ellos vienen. Y si les digo a mis esclavos: “Hagan esto”, lo hacen». (vv. 6-8).
El centurión entendía cabalmente el funcionamiento de un sistema de autoridad, porque pertenecía a una institución construida sobre ese fundamento. En la esfera militar, el ejercicio fluido de la autoridad es absolutamente esencial para la ejecución de cualquier estrategia. Quienes forman parte de ese sistema entienden que todos los movimientos corresponden a un sencillo principio: cuando un jerarca da una orden, los que están bajo su mando deben obedecer. Este principio es inviolable y sostiene la vida misma de un organismo militar.
El centurión percibió que en el mundo espiritual opera el mismo principio. Cuando alguien con autoridad habla, todos los seres que están por debajo de esa persona tienen que obedecer.
•Jesús posee más autoridad que las olas: les ordena que se aquieten y estas deben obedecerlo.
•Posee mayor autoridad que la legión de demonios que dominaba al gadareno: les ordena que salgan del hombre y ellos se ven obligados a salir.
•Posee mayor autoridad que la enfermedad: le ordena a un paralítico que se ponga en pie, y este debe asumir esa posición.
La claridad con la que el centurión comprendía los mecanismos de la fe asombró a Jesús. A pesar de estar entre un pueblo religioso no había visto otra expresión comparable a esta. ¡Qué triste!
¿Será que tú y yo también lograremos asombrar a Jesús?
¿Surgirá, en estos tiempos, una iglesia más sencilla, que se resista a la tentación de complicar la vida de la fe?
Yo anhelo ser instrumento, en las manos de Dios, para ayudar a que esa iglesia surja con fuerza en nuestro medio. ¿Quién podrá hacerle frente, cuando se ponga en marcha?
Para pensar
«La verdadera fe descansa sobre el carácter de Dios y no exige mayores evidencias que la excelencia moral de Aquel que no puede mentir. Es suficiente con que Dios lo diga».
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