Mas que palabras
Más que palabras
Mientras estuvo aquí en la tierra, Jesús ofreció oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía rescatarlo de la muerte. Y Dios oyó sus oraciones por la gran reverencia que Jesús le tenía. Hebreos 5.7
El autor de Hebreos ha dedicado parte de su epístola a demostrar que Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, nos puede entender porque él sufrió en carne propia todas las limitaciones que afligen nuestra existencia. Esa experiencia lo ubica en el lugar ideal para extendernos, los unos a los otros, la ayuda necesaria en medio de las tribulaciones que experimentamos.
El texto de hoy nos permite observar a Jesús en una de las situaciones en que su humanidad sufrió más intensamente: su paso por Getsemaní. De cara a la cruz, experimentó una angustia tan intensa que confesó a tres de sus discípulos que sentía que se moría. La abrumadora tristeza lo impulsó a buscar el mismo socorro que el autor de Hebreos nos anima a que busquemos nosotros. Y, al igual que el Hijo del Hombre, debemos presentarnos ante el trono de gracia con oraciones, súplicas, clamor y lágrimas.
La forma en que se presentó delante de Dios nos ofrece una interesante mirada al misterio de la oración; esta es intensa, desesperada, urgente, apremiante, dolorosa y angustiante. Nos encontramos ante un hombre que, literalmente, derrama su alma en presencia del Señor y, entre sollozos y gemidos, comparte su necesidad con el Padre.
Conocemos las palabras que dirigió al Padre porque los Evangelios las registran. Sin embargo, el autor de Hebreos elige señalar que su oración fue oída por la «gran reverencia» que Jesús tenía hacia la persona de Dios. De esta manera, resalta el hecho de que a la hora de orar la actitud del corazón pesa más que el contenido de las palabras.
Es posible, incluso, que nuestras peticiones sean confusas e imprecisas, porque la angustia de la situación por la que atravesamos no nos permite descifrar bien qué es lo que deberíamos estar pidiendo.
No obstante, esta posibilidad, el texto de hoy pareciera indicar que el Señor interpreta posturas, más que palabras. En el caso de Jesús, sus palabras son claras, pero su actitud de reverente sumisión es aún más elocuente que el contenido de su petición. Y es esa postura lo que hace que su petición sea escuchada por el Padre.
Cabe señalar que esta actitud no se puede asumir a la hora de presentarse ante el Padre en oración. Si somos arrogantes en el transcurso normal de la vida no podremos, como por arte de magia, convertirnos en personas de profunda reverencia en el momento de orar. Es por esto por lo que la oración no puede estar divorciada de la forma en que vivimos. No es un rito religioso, sino una extensión de una postura que hemos asumido frente a los desafíos de la vida.
En un sentido, entonces, nuestra oración comienza mucho antes de que nos arrodillemos para hablar con el Señor. Tiene sus orígenes en el compromiso que asumimos de vivir en absoluta sumisión al Padre.
Para pensar.
«Con mis manos hice tanto el cielo como la tierra; son míos, con todo lo que hay en ellos. ¡Yo, el SEÑOR, ¡he hablado! Bendeciré a los que tienen un corazón humilde y arrepentido, a los que tiemblan ante mi palabra». Isaías 66.2
Mientras estuvo aquí en la tierra, Jesús ofreció oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía rescatarlo de la muerte. Y Dios oyó sus oraciones por la gran reverencia que Jesús le tenía. Hebreos 5.7
El autor de Hebreos ha dedicado parte de su epístola a demostrar que Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, nos puede entender porque él sufrió en carne propia todas las limitaciones que afligen nuestra existencia. Esa experiencia lo ubica en el lugar ideal para extendernos, los unos a los otros, la ayuda necesaria en medio de las tribulaciones que experimentamos.
El texto de hoy nos permite observar a Jesús en una de las situaciones en que su humanidad sufrió más intensamente: su paso por Getsemaní. De cara a la cruz, experimentó una angustia tan intensa que confesó a tres de sus discípulos que sentía que se moría. La abrumadora tristeza lo impulsó a buscar el mismo socorro que el autor de Hebreos nos anima a que busquemos nosotros. Y, al igual que el Hijo del Hombre, debemos presentarnos ante el trono de gracia con oraciones, súplicas, clamor y lágrimas.
La forma en que se presentó delante de Dios nos ofrece una interesante mirada al misterio de la oración; esta es intensa, desesperada, urgente, apremiante, dolorosa y angustiante. Nos encontramos ante un hombre que, literalmente, derrama su alma en presencia del Señor y, entre sollozos y gemidos, comparte su necesidad con el Padre.
Conocemos las palabras que dirigió al Padre porque los Evangelios las registran. Sin embargo, el autor de Hebreos elige señalar que su oración fue oída por la «gran reverencia» que Jesús tenía hacia la persona de Dios. De esta manera, resalta el hecho de que a la hora de orar la actitud del corazón pesa más que el contenido de las palabras.
Es posible, incluso, que nuestras peticiones sean confusas e imprecisas, porque la angustia de la situación por la que atravesamos no nos permite descifrar bien qué es lo que deberíamos estar pidiendo.
No obstante, esta posibilidad, el texto de hoy pareciera indicar que el Señor interpreta posturas, más que palabras. En el caso de Jesús, sus palabras son claras, pero su actitud de reverente sumisión es aún más elocuente que el contenido de su petición. Y es esa postura lo que hace que su petición sea escuchada por el Padre.
Cabe señalar que esta actitud no se puede asumir a la hora de presentarse ante el Padre en oración. Si somos arrogantes en el transcurso normal de la vida no podremos, como por arte de magia, convertirnos en personas de profunda reverencia en el momento de orar. Es por esto por lo que la oración no puede estar divorciada de la forma en que vivimos. No es un rito religioso, sino una extensión de una postura que hemos asumido frente a los desafíos de la vida.
En un sentido, entonces, nuestra oración comienza mucho antes de que nos arrodillemos para hablar con el Señor. Tiene sus orígenes en el compromiso que asumimos de vivir en absoluta sumisión al Padre.
Para pensar.
«Con mis manos hice tanto el cielo como la tierra; son míos, con todo lo que hay en ellos. ¡Yo, el SEÑOR, ¡he hablado! Bendeciré a los que tienen un corazón humilde y arrepentido, a los que tiemblan ante mi palabra». Isaías 66.2
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