Asombroso poder
Asombroso poder
Como resultado del trabajo de los apóstoles, la gente sacaba a los enfermos a las calles en camas y camillas para que la sombra de Pedro cayera sobre algunos de ellos cuando él pasaba. Hechos 5.15
En estos días me puse a jugar con mi nieta Gaby a intentar pisarnos la sombra. Resultaba divertido porque era difícil «atrapar» la sombra del otro. Aun cuando lográbamos pisarla, no era posible retenerla. De alguna manera este fenómeno nos impulsaba a explorar las intrigantes cualidades que posee la sombra. Aunque es visible, no tiene peso ni forma definida.
Cuando considero esta realidad me asombra el texto de hoy. Los apóstoles estaban revestidos de tan increíble poder que a algunos enfermos les bastaba que la sombra de ellos los tocara para que fueran sanados.
Este testimonio es parte de las intensas manifestaciones del Espíritu que acompañaban el crecimiento de la iglesia.
Lucas señala que «los apóstoles hacían muchas señales milagrosas y maravillas entre la gente. Y todos los creyentes se reunían con frecuencia en el templo, en el área conocida como el pórtico de Salomón» (v. 12).
El impacto de su ministerio era tan fuerte que: «multitudes llegaban desde las aldeas que rodeaban a Jerusalén y llevaban a sus enfermos y a los que estaban poseídos por espíritus malignos y todos eran sanados» (v. 16).
El relato no hace más que confirmar el cumplimiento de la profecía que Jesús pronunció acerca de los que creían en él. «Les digo la verdad, todo el que crea en mí hará las mismas obras que yo he hecho y aún mayores, porque voy a estar con el Padre» (Juan 14.12).
A pesar de estas palabras, el testimonio de Lucas me llena de asombro. Intento imaginar cómo deben haber sido esos días en que los milagros, las señales y los prodigios eran parte de la experiencia cotidiana de la iglesia, un tiempo en que todos eran sanados.
De seguro que no se apoderaría de mí la misma fascinación con este texto si fuera parte de una iglesia con semejante testimonio. Pero la verdad es que vivimos en tiempos donde nuestro testimonio ha perdido gran parte del impacto que podría tener. Las manifestaciones del poder de Dios se limitan a las emociones que nos producen ciertos momentos en la alabanza, o a las caídas que experimentamos cuando alguien ora por nosotros.
Es posible que nuestra obsesión por ministrarnos a nosotros mismos haya apagado el mover del Espíritu en nuestras congregaciones. Las señales, los milagros y los prodigios que realizaban los apóstoles se hacían primordialmente entre los que no creían, para que supieran que la palabra predicada era Palabra de Dios.
Para pensar.
Jesús pronunció su profecía sobre todos los que creían en su nombre. Por esto, el texto de hoy me mueve a clamar: «¡Despierta, oh SEÑOR, despierta! ¡Vístete de fuerza! ¡Mueve tu poderoso brazo derecho! Levántate como en los días de antaño» (Isaías 51.9).
Hago mía la oración de Habacuc: «Aviva, oh SEÑOR, Tu obra en medio de los años, En medio de los años dala a conocer» (3.2, NBLH), y ruego al Padre:
«Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez, que nuestros hijos vean tu gloria» (Salmo 90.16).
Como resultado del trabajo de los apóstoles, la gente sacaba a los enfermos a las calles en camas y camillas para que la sombra de Pedro cayera sobre algunos de ellos cuando él pasaba. Hechos 5.15
En estos días me puse a jugar con mi nieta Gaby a intentar pisarnos la sombra. Resultaba divertido porque era difícil «atrapar» la sombra del otro. Aun cuando lográbamos pisarla, no era posible retenerla. De alguna manera este fenómeno nos impulsaba a explorar las intrigantes cualidades que posee la sombra. Aunque es visible, no tiene peso ni forma definida.
Cuando considero esta realidad me asombra el texto de hoy. Los apóstoles estaban revestidos de tan increíble poder que a algunos enfermos les bastaba que la sombra de ellos los tocara para que fueran sanados.
Este testimonio es parte de las intensas manifestaciones del Espíritu que acompañaban el crecimiento de la iglesia.
Lucas señala que «los apóstoles hacían muchas señales milagrosas y maravillas entre la gente. Y todos los creyentes se reunían con frecuencia en el templo, en el área conocida como el pórtico de Salomón» (v. 12).
El impacto de su ministerio era tan fuerte que: «multitudes llegaban desde las aldeas que rodeaban a Jerusalén y llevaban a sus enfermos y a los que estaban poseídos por espíritus malignos y todos eran sanados» (v. 16).
El relato no hace más que confirmar el cumplimiento de la profecía que Jesús pronunció acerca de los que creían en él. «Les digo la verdad, todo el que crea en mí hará las mismas obras que yo he hecho y aún mayores, porque voy a estar con el Padre» (Juan 14.12).
A pesar de estas palabras, el testimonio de Lucas me llena de asombro. Intento imaginar cómo deben haber sido esos días en que los milagros, las señales y los prodigios eran parte de la experiencia cotidiana de la iglesia, un tiempo en que todos eran sanados.
De seguro que no se apoderaría de mí la misma fascinación con este texto si fuera parte de una iglesia con semejante testimonio. Pero la verdad es que vivimos en tiempos donde nuestro testimonio ha perdido gran parte del impacto que podría tener. Las manifestaciones del poder de Dios se limitan a las emociones que nos producen ciertos momentos en la alabanza, o a las caídas que experimentamos cuando alguien ora por nosotros.
Es posible que nuestra obsesión por ministrarnos a nosotros mismos haya apagado el mover del Espíritu en nuestras congregaciones. Las señales, los milagros y los prodigios que realizaban los apóstoles se hacían primordialmente entre los que no creían, para que supieran que la palabra predicada era Palabra de Dios.
Para pensar.
Jesús pronunció su profecía sobre todos los que creían en su nombre. Por esto, el texto de hoy me mueve a clamar: «¡Despierta, oh SEÑOR, despierta! ¡Vístete de fuerza! ¡Mueve tu poderoso brazo derecho! Levántate como en los días de antaño» (Isaías 51.9).
Hago mía la oración de Habacuc: «Aviva, oh SEÑOR, Tu obra en medio de los años, En medio de los años dala a conocer» (3.2, NBLH), y ruego al Padre:
«Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez, que nuestros hijos vean tu gloria» (Salmo 90.16).
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