Planes inutiles
Planes inútiles
¿Por qué se sublevan las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se levantan los reyes de la tierra, y los gobernantes traman unidos contra el SEÑOR y contra Su Ungido, diciendo: «¡Rompamos sus cadenas y echemos de nosotros sus cuerdas!». Salmo 2.1-3 NBLH
Cuando leo este texto me cuesta entender que fue escrito ¡hace tres mil años! Describe con escalofriante exactitud lo que vemos ocurrir en una nación tras otra en estos tiempos de frenética emancipación moral.
En cada país donde alguien asume la presidencia, pareciera que su intención fuera demostrar que es aún más osado que sus colegas de otras naciones. La población, intoxicada con los aparentes beneficios de este movimiento, celebra la llegada del consumo libre de drogas, la posibilidad de definir el matrimonio en los términos que a uno le plazca e, incluso, la seductora insinuación de que ya no es determinante el sexo con el que uno nace.
Según los antojos de cada individuo es posible anular lo que, hasta ahora, la genética ha determinado.
El salmista se muestra sorprendido e indignado ante el enojo de las naciones y sus interminables maquinaciones. Todos sus esfuerzos apuntan a un solo objetivo: librarse de lo que, imaginan, es la opresiva esclavitud que Dios les ha impuesto. Esta rebeldía es tan antigua como el ser humano mismo. La serpiente logró despertar en la mujer ese espíritu, apelando a la misma sensación: insinuaba que, de alguna manera, si lograban deshacerse de la restricción que Dios les había impuesto serían como él y gozarían de la misma libertad.
La ilusión de ser libres impulsa la revolución social de la que somos testigos en estos tiempos. No queremos que nadie nos diga cómo debemos vivir ni que otros nos impongan restricciones. Cada uno, reza el nuevo mantra, es libre de vivir como quiere. La verdadera libertad, sin embargo, no consiste en la posibilidad de hacer lo que se nos antoja. La misma naturaleza de la vida requiere ciertas leyes y principios que la ordenen y le provean la estructura necesaria para su existencia.
Consideremos un sencillo ejemplo. Imaginemos que cada conductor decide que va a conducir de la manera que se le antoja. Escoge la velocidad, la dirección y los lugares por los que va a transitar su vehículo. No hace falta mucha astucia para entender que en muy poco tiempo tendríamos una situación de absoluto caos en el tránsito.
De la misma manera, no se pueden violar indefinidamente las leyes que gobiernan la vida sin eventualmente caer en un caos, que es la condición que resulta cuando no existe ninguna clase de ley.
Esta ilusión de libertad es simplemente una nueva expresión de la esclavitud al pecado. La verdadera libertad es aquella capacidad de ponerle límite a mis propios caprichos y deseos, para vivir conforme a los propósitos de aquel que me creó.
Para pensar.
«Les digo la verdad, todo el que comete pecado es esclavo del pecado. Un esclavo no es un miembro permanente de la familia, pero un hijo sí forma parte de la familia para siempre. Así que, si el Hijo los hace libres, ustedes son verdaderamente libres». Juan 8.34-36 NTV
¿Por qué se sublevan las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se levantan los reyes de la tierra, y los gobernantes traman unidos contra el SEÑOR y contra Su Ungido, diciendo: «¡Rompamos sus cadenas y echemos de nosotros sus cuerdas!». Salmo 2.1-3 NBLH
Cuando leo este texto me cuesta entender que fue escrito ¡hace tres mil años! Describe con escalofriante exactitud lo que vemos ocurrir en una nación tras otra en estos tiempos de frenética emancipación moral.
En cada país donde alguien asume la presidencia, pareciera que su intención fuera demostrar que es aún más osado que sus colegas de otras naciones. La población, intoxicada con los aparentes beneficios de este movimiento, celebra la llegada del consumo libre de drogas, la posibilidad de definir el matrimonio en los términos que a uno le plazca e, incluso, la seductora insinuación de que ya no es determinante el sexo con el que uno nace.
Según los antojos de cada individuo es posible anular lo que, hasta ahora, la genética ha determinado.
El salmista se muestra sorprendido e indignado ante el enojo de las naciones y sus interminables maquinaciones. Todos sus esfuerzos apuntan a un solo objetivo: librarse de lo que, imaginan, es la opresiva esclavitud que Dios les ha impuesto. Esta rebeldía es tan antigua como el ser humano mismo. La serpiente logró despertar en la mujer ese espíritu, apelando a la misma sensación: insinuaba que, de alguna manera, si lograban deshacerse de la restricción que Dios les había impuesto serían como él y gozarían de la misma libertad.
La ilusión de ser libres impulsa la revolución social de la que somos testigos en estos tiempos. No queremos que nadie nos diga cómo debemos vivir ni que otros nos impongan restricciones. Cada uno, reza el nuevo mantra, es libre de vivir como quiere. La verdadera libertad, sin embargo, no consiste en la posibilidad de hacer lo que se nos antoja. La misma naturaleza de la vida requiere ciertas leyes y principios que la ordenen y le provean la estructura necesaria para su existencia.
Consideremos un sencillo ejemplo. Imaginemos que cada conductor decide que va a conducir de la manera que se le antoja. Escoge la velocidad, la dirección y los lugares por los que va a transitar su vehículo. No hace falta mucha astucia para entender que en muy poco tiempo tendríamos una situación de absoluto caos en el tránsito.
De la misma manera, no se pueden violar indefinidamente las leyes que gobiernan la vida sin eventualmente caer en un caos, que es la condición que resulta cuando no existe ninguna clase de ley.
Esta ilusión de libertad es simplemente una nueva expresión de la esclavitud al pecado. La verdadera libertad es aquella capacidad de ponerle límite a mis propios caprichos y deseos, para vivir conforme a los propósitos de aquel que me creó.
Para pensar.
«Les digo la verdad, todo el que comete pecado es esclavo del pecado. Un esclavo no es un miembro permanente de la familia, pero un hijo sí forma parte de la familia para siempre. Así que, si el Hijo los hace libres, ustedes son verdaderamente libres». Juan 8.34-36 NTV
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