Infructuosa comparación

Infructuosa comparación

El fariseo, de pie, apartado de los demás, hizo la siguiente oración: «Te agradezco, Dios, que no soy como otros: tramposos, pecadores, adúlteros. ¡Para nada soy como ese cobrador de impuestos!».   Lucas 18.11

Si te detuvieras a reflexionar sobre las ocasiones en que criticas a otros, podrías observar un interesante patrón. Tú siempre sales bien parado en esas críticas. Es decir, puedes darte el gusto de criticar a los demás porque tú definitivamente no padeces los errores y egoísmos que te parecen tan despreciables en la vida de otros. Si tuvieras consciencia de su existencia, tus críticas no tendrían ese aire de confiada denuncia que percibimos en la oración del fariseo. Él «gracias a Dios» no era para nada como aquel cobrador de impuestos.

Es necesario señalar que el hecho de que tú y yo no percibamos en nuestra propia vida las mismas debilidades que notamos en otros, no es un indicador confiable de que las mismas no existan. Lo único que revela esta percepción es lo eficaz que es el pecado a la hora de ocultar su presencia en nuestro corazón.

No nos fiemos de la lectura que podamos hacer de nuestra propia vida. Tal como señala el profeta Jeremías, el corazón es más engañoso que todas las cosas y, para colmo de males, no tiene remedio (17.9).

Existen al menos tres razones por las que es poco fructífero usar a los demás como punto de referencia para evaluar nuestra propia vida.
En primer lugar.
Tú y yo no poseemos la capacidad de una lectura acertada del corazón. Esto no solamente nos entorpece a la hora de mirar la vida de nuestros semejantes, sino que también complica la mirada que dirigimos hacia nuestro propio corazón. Nuestras conclusiones invariablemente van a estar enturbiadas por la miopía de nuestra visión.
El único que lee correctamente los corazones es el Señor.

En segundo lugar.
La perversidad del corazón lleva a que siempre escojamos compararnos con aquellos que nos dejarán bien parados a nosotros. Es decir, somos sumamente selectivos a la hora de escoger con quien compararnos.
En tercer lugar.
El hecho de que tú y yo descubramos errores en la vida de los demás no nos ayudará en el día en que tengamos que rendir cuentas ante el Señor.
Ese día no habrá a quién señalar ni con quién compararse. Cada persona deberá asumir responsabilidad por su propia vida.
No tendremos a quién echarle la culpa, ni tampoco a quién señalar, para que nuestra falta de brillo no se note tanto. Seremos evaluados pura y exclusivamente conforme a la vara que usa Dios.
Por esto, es bueno que nos acostumbremos a hacer silencio a la hora de señalar con el dedo a la persona que está a nuestro lado. Invertimos mejor nuestro tiempo cuando nos esforzamos por identificar y remediar nuestras propias flaquezas.

Para pensar
Por esas perversas vueltas de la vida quizás te sientas tentado, al finalizar esta lectura, a dar gracias por no ser como el fariseo.
Sin darte cuenta, habrás caído otra vez en la trampa de la comparación. Renuncia a ese proceso




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