Sorprendeme

¡Sorpréndeme!

Abre mis ojos, para que vea las verdades maravillosas que hay en tus enseñanzas.   Salmo 119.18

Uno de los enemigos a combatir, frente a la lectura de la Palabra de Dios, es el adormecimiento del espíritu. Con frecuencia, percibo que mi mente está leyendo las palabras impresas sobre la hoja, pero mi corazón no participa del proceso. Es que la rutina diaria le ha robado la frescura y el encanto a este ejercicio espiritual.

Creo que no soy el único que lucha contra esta dificultad. En varias ocasiones, cuando me han invitado a compartir la Palabra en alguna congregación, he escogido hablar de textos que son bien conocidos para el pueblo evangélico. No han sido pocas las veces que alguna persona se me ha acercado, al concluir la reunión, para confesar: «Cuando anunciaste el pasaje sobre el que ibas a hablar pensé: “Oh no, este pasaje ya lo conozco bien. ¿Podrá decir algo nuevo sobre este texto?”».

Es allí donde radica parte de nuestro problema. Solamente lo novedoso atrapa nuestra atención. Como vivimos en tiempos en los que la aparición de novedades en todos los ámbitos de la vida se ha acelerado dramáticamente, cada vez es menor nuestra capacidad de retener el interés en lo conocido. Pareciera que la única forma de vivir una vida apasionada es que seamos seducidos permanentemente por la última novedad tecnológica, informática o científica.

El autor del Salmo 119 eleva una sencilla petición al Señor: «Abre mis ojos, para que vea las verdades maravillosas que hay en tus enseñanzas».
Él entiende bien que se puede efectuar el ejercicio de leer la Palabra sin conectarse con la vida misma que se esconde detrás del texto. Las maravillosas verdades de las Escrituras no siempre están a simple vista. En su sabiduría, el Señor ha escondido las verdades más preciosas para que puedan ser atesoradas solamente por aquellos que realmente tienen hambre y sed de justicia. Los apurados, los religiosos o los que solamente buscan su propio bien no experimentarán, en la lectura del texto, ese encuentro sobrenatural que impacta en lo más profundo de nuestro ser, la sensación de quedar atónitos ante la belleza y magnificencia de su Palabra.
Es precisamente este el sentido de la oración del salmista. Percibe que el texto lo puede sorprender y seducir con sus atrevidas propuestas. No obstante, la inteligencia y la diligencia no serán suficientes para descubrir este tesoro.

El Señor tiene en sus manos la llave que destraba las más ricas manifestaciones de su Palabra, y si él no la activa, nuestra lectura será vacía y sin propósito.
Qué bueno, entonces, es imitar al salmista cuando nos acercamos a la Biblia.

Antes de abrir sus páginas, susurremos al Señor: «Dame ojos para ver lo que no se puede ver con la mente. Sorpréndeme hoy con la lectura de tu Palabra. Atrapa mi corazón con la pureza de tus preceptos. Siembra tu verdad en los rincones más escondidos de mi ser, para que ande conforme a tus propósitos».

Para pensar
«Cuando nos acercamos a estudiar la Palabra lo hacemos con la intención de escuchar lo que Dios dice y no lo que quisiéramos que él diga».







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