Seamos cautelosos
Seamos cautelosos
Entonces, después de hacer todas esas cosas, derramaré mi Espíritu sobre toda la gente. Sus hijos e hijas profetizarán. Sus ancianos tendrán sueños y sus jóvenes tendrán visiones. Joel 2.28
En el primer sermón que predicó, Pedro apeló a esta palabra del profeta Joel para despejar el desconcierto que la multitud sentía.
El hecho de que los judíos hablaban en los idiomas de los partos, medos, elamitas, cretenses y árabes no era más que el cumplimiento de una antigua profecía. La multiplicidad de las manifestaciones idiomáticas claramente demostraba que la expresión «toda la gente» trascendía los límites de un solo pueblo o una sola nación.
En el capítulo 10 de Hechos, sin embargo, descubrimos a un Pedro envuelto en una profunda lucha personal. Una voz del cielo le ordenaba que matara y comiera de los animales inmundos que veía en una visión.
Pedro, judío piadoso y puntilloso, se rehusó a obedecer una palabra que claramente contradecía las enseñanzas de los patriarcas. La aclaración que vino por parte del cielo —«No llames a algo impuro si Dios lo ha hecho limpio» (v. 15)— solamente sirvió para profundizar su perplejidad.
Aun mientras intentaba descifrar en su corazón el significado de lo que había experimentado, a la casa donde se hospedaba llegaron los mensajeros enviados por Cornelio. Una vez más, el Espíritu intervino y le dio instrucciones de que fuera con ellos, aunque eran gentiles. El pescador de Galilea partió hacia la casa del romano, pero su viaje también estuvo salpicado por la reticencia. Allí, en medio de enredadas explicaciones, finalmente descifró que Jesús también deseaba alcanzar a los gentiles.
Poco tiempo después, no obstante, Pedro una vez más dudó de la validez de un ministerio a «toda la gente». Ante la llegada de un grupo de judíos a Antioquía volvió a insistir en la circuncisión y se aisló de los gentiles (Gálatas 2.11-12), hecho por el cual el apóstol Pablo se vio obligado a confrontarlo públicamente.
Pedro entendía el significado de las palabras contenidas en la profecía de Joel, pero a la hora de interpretar el texto no lograba despegarse de su contexto judío. La estructura de su propia cultura era tan fuerte que le impidió entrar en la plenitud de la Palabra, quedando atascado en una interpretación que coincidía con sus propios prejuicios.
Su experiencia me asusta un poco.
¿Cuántas veces habré interpretado textos apelando a los valores de mi cultura personal?
El tiempo me ha demostrado que la Palabra se puede usar para justificar prácticamente cualquier postura. El evangelio de la prosperidad es solamente un ejemplo de lo fácil que resulta hacerlo.
Tiendo a confiar ciegamente en mis interpretaciones, aunque ellas pueden estar seriamente distorsionadas. A la hora de acercarme a un texto, entonces, hago bien en avanzar con mucha cautela. La interpretación más obvia no es siempre la más acertada. Necesito cotejar mis lecturas con las de mis hermanos, como también las de otros pasajes revelados.
Para pensar.
Señor, ¿cómo podré conocer el prejuicio de mis propias interpretaciones si tú no me muestras lo errado de mis convicciones?
Aquieta mi corazón, Señor, y dame la disciplina de guardar silencio ante tu Palabra, para que tú puedas guiarme cuando escudriño las Escrituras.
¡Líbrame de mi propia ceguera!
Entonces, después de hacer todas esas cosas, derramaré mi Espíritu sobre toda la gente. Sus hijos e hijas profetizarán. Sus ancianos tendrán sueños y sus jóvenes tendrán visiones. Joel 2.28
En el primer sermón que predicó, Pedro apeló a esta palabra del profeta Joel para despejar el desconcierto que la multitud sentía.
El hecho de que los judíos hablaban en los idiomas de los partos, medos, elamitas, cretenses y árabes no era más que el cumplimiento de una antigua profecía. La multiplicidad de las manifestaciones idiomáticas claramente demostraba que la expresión «toda la gente» trascendía los límites de un solo pueblo o una sola nación.
En el capítulo 10 de Hechos, sin embargo, descubrimos a un Pedro envuelto en una profunda lucha personal. Una voz del cielo le ordenaba que matara y comiera de los animales inmundos que veía en una visión.
Pedro, judío piadoso y puntilloso, se rehusó a obedecer una palabra que claramente contradecía las enseñanzas de los patriarcas. La aclaración que vino por parte del cielo —«No llames a algo impuro si Dios lo ha hecho limpio» (v. 15)— solamente sirvió para profundizar su perplejidad.
Aun mientras intentaba descifrar en su corazón el significado de lo que había experimentado, a la casa donde se hospedaba llegaron los mensajeros enviados por Cornelio. Una vez más, el Espíritu intervino y le dio instrucciones de que fuera con ellos, aunque eran gentiles. El pescador de Galilea partió hacia la casa del romano, pero su viaje también estuvo salpicado por la reticencia. Allí, en medio de enredadas explicaciones, finalmente descifró que Jesús también deseaba alcanzar a los gentiles.
Poco tiempo después, no obstante, Pedro una vez más dudó de la validez de un ministerio a «toda la gente». Ante la llegada de un grupo de judíos a Antioquía volvió a insistir en la circuncisión y se aisló de los gentiles (Gálatas 2.11-12), hecho por el cual el apóstol Pablo se vio obligado a confrontarlo públicamente.
Pedro entendía el significado de las palabras contenidas en la profecía de Joel, pero a la hora de interpretar el texto no lograba despegarse de su contexto judío. La estructura de su propia cultura era tan fuerte que le impidió entrar en la plenitud de la Palabra, quedando atascado en una interpretación que coincidía con sus propios prejuicios.
Su experiencia me asusta un poco.
¿Cuántas veces habré interpretado textos apelando a los valores de mi cultura personal?
El tiempo me ha demostrado que la Palabra se puede usar para justificar prácticamente cualquier postura. El evangelio de la prosperidad es solamente un ejemplo de lo fácil que resulta hacerlo.
Tiendo a confiar ciegamente en mis interpretaciones, aunque ellas pueden estar seriamente distorsionadas. A la hora de acercarme a un texto, entonces, hago bien en avanzar con mucha cautela. La interpretación más obvia no es siempre la más acertada. Necesito cotejar mis lecturas con las de mis hermanos, como también las de otros pasajes revelados.
Para pensar.
Señor, ¿cómo podré conocer el prejuicio de mis propias interpretaciones si tú no me muestras lo errado de mis convicciones?
Aquieta mi corazón, Señor, y dame la disciplina de guardar silencio ante tu Palabra, para que tú puedas guiarme cuando escudriño las Escrituras.
¡Líbrame de mi propia ceguera!
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