Por una migaja
Por una migaja
«Es cierto, Señor», le dijo ella; «pero aun los perrillos debajo de la mesa comen las migajas de los hijos». Marcos 7.28 NBLH
Mateo y Marcos relatan la historia de una mujer sirofenicia que siguió a Cristo, a los gritos. La desesperación la impulsó a echar por la borda el comportamiento que se esperaba de una mujer en un lugar público. Hizo tanto escándalo que los discípulos, avergonzados, le rogaban al Señor que la mandara a casa. Ella, sin embargo, tenía un solo objetivo: lograr que Jesús interviniera en la enfermedad que atormentaba a su hija.
La respuesta del Hijo de Dios nos desconcierta. Primero la ignoró. Luego le señaló que no era el momento oportuno para ministrar a una gentil. «Primero debo alimentar a los hijos, a mi propia familia, los judíos». A esta aclaración le sumó una frase que, algunos suponen, representaba un dicho común entre el pueblo judío de la época: «No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros» (Marcos 7.27, NTV).
No poseemos datos acerca del tono de voz, ni la forma en que Jesús la miró cuando pronunció estas extrañas palabras. Lo que está claro es que Dios frecuentemente prueba la fe de los que se acercan a él. El Hijo del Hombre, a diferencia de otras situaciones en los Evangelios, no accedió inmediatamente al pedido de la mujer.
Para ella, sus palabras podrían haber sido interpretadas como una injuria. Nosotros sabemos, por lo que conocemos del corazón revelado del Mesías, que las palabras de Jesús nunca esconden una actitud de desprecio.
Ante la aparente irreverencia de la respuesta de Jesús, la mujer podría haber regresado a su hogar, desilusionada. Había hecho lo que podía, pero no obtuvo respuesta. Él definitivamente no resultó ser la persona que ella creía. Podría haber respondido con indignación: «Y tú, ¿quién te crees que eres, que me comparas con un perro?». Podría haber optado por salir a defender su honor, esa prenda que con tanto denuedo buscamos proteger.
La tenacidad de una madre desesperada, sin embargo, no conoce límites. La angustiante situación de su hija, sumada a su increíble fe (Mateo 15.28), la predispuso a recorrer cualquier camino para echar mano de la sanidad.
¡Y cuánta claridad posee esta mujer acerca de los principios que operan en el reino de los cielos!
No necesita que el Señor la haga partícipe del banquete que tiene reservado para los suyos. Con apenas una miga de la mesa, ella estará satisfecha. La mujer entiende que no es la cantidad lo que importa, sino la calidad. Una miga que procede de las manos de Jesús vale más que una panadería entera de manos de un pecador.
¿Hasta dónde estás dispuesto a ir para echar mano de la bendición de Dios? ¿Estás dispuesto a soportar la humillación, la vergüenza, el ridículo o la negación?
La característica que distingue a los que disfrutan de la plenitud de vida pareciera ser que no están dispuestos a medir consecuencias a la hora de salir en pos del Señor. Donde otros vacilan, retroceden o abandonan, ellos avanzan con una audacia inusual.
¡Yo quisiera ser contado como uno de ellos!
Para pensar
«Me buscarán y Me encontrarán, cuando Me busquen de todo corazón». Jeremías 29.13 NBLH
«Es cierto, Señor», le dijo ella; «pero aun los perrillos debajo de la mesa comen las migajas de los hijos». Marcos 7.28 NBLH
Mateo y Marcos relatan la historia de una mujer sirofenicia que siguió a Cristo, a los gritos. La desesperación la impulsó a echar por la borda el comportamiento que se esperaba de una mujer en un lugar público. Hizo tanto escándalo que los discípulos, avergonzados, le rogaban al Señor que la mandara a casa. Ella, sin embargo, tenía un solo objetivo: lograr que Jesús interviniera en la enfermedad que atormentaba a su hija.
La respuesta del Hijo de Dios nos desconcierta. Primero la ignoró. Luego le señaló que no era el momento oportuno para ministrar a una gentil. «Primero debo alimentar a los hijos, a mi propia familia, los judíos». A esta aclaración le sumó una frase que, algunos suponen, representaba un dicho común entre el pueblo judío de la época: «No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros» (Marcos 7.27, NTV).
No poseemos datos acerca del tono de voz, ni la forma en que Jesús la miró cuando pronunció estas extrañas palabras. Lo que está claro es que Dios frecuentemente prueba la fe de los que se acercan a él. El Hijo del Hombre, a diferencia de otras situaciones en los Evangelios, no accedió inmediatamente al pedido de la mujer.
Para ella, sus palabras podrían haber sido interpretadas como una injuria. Nosotros sabemos, por lo que conocemos del corazón revelado del Mesías, que las palabras de Jesús nunca esconden una actitud de desprecio.
Ante la aparente irreverencia de la respuesta de Jesús, la mujer podría haber regresado a su hogar, desilusionada. Había hecho lo que podía, pero no obtuvo respuesta. Él definitivamente no resultó ser la persona que ella creía. Podría haber respondido con indignación: «Y tú, ¿quién te crees que eres, que me comparas con un perro?». Podría haber optado por salir a defender su honor, esa prenda que con tanto denuedo buscamos proteger.
La tenacidad de una madre desesperada, sin embargo, no conoce límites. La angustiante situación de su hija, sumada a su increíble fe (Mateo 15.28), la predispuso a recorrer cualquier camino para echar mano de la sanidad.
¡Y cuánta claridad posee esta mujer acerca de los principios que operan en el reino de los cielos!
No necesita que el Señor la haga partícipe del banquete que tiene reservado para los suyos. Con apenas una miga de la mesa, ella estará satisfecha. La mujer entiende que no es la cantidad lo que importa, sino la calidad. Una miga que procede de las manos de Jesús vale más que una panadería entera de manos de un pecador.
¿Hasta dónde estás dispuesto a ir para echar mano de la bendición de Dios? ¿Estás dispuesto a soportar la humillación, la vergüenza, el ridículo o la negación?
La característica que distingue a los que disfrutan de la plenitud de vida pareciera ser que no están dispuestos a medir consecuencias a la hora de salir en pos del Señor. Donde otros vacilan, retroceden o abandonan, ellos avanzan con una audacia inusual.
¡Yo quisiera ser contado como uno de ellos!
Para pensar
«Me buscarán y Me encontrarán, cuando Me busquen de todo corazón». Jeremías 29.13 NBLH
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