Vanidad
«Aparta mis ojos, que no vean la vanidad; avívame en tu camino».
Salmo 119:37
Hay diversas clases de vanidad: el bonete y los cascabeles del payaso, la alegría del mundo, el baile, la lira y la copa del libertino. Los hombres saben que todas estas cosas son vanidades. Ellas ostentan en sus frontispicios sus propios nombres y sus títulos. Mucho más traicioneras son estas otras, igualmente vanas: las preocupaciones del mundo y el engaño de las riquezas.
El hombre puede ir en pos de la vanidad tanto en la oficina como en el teatro. Si emplea su vida en acumular riquezas, entonces la está pasando en una vana función. A menos que sigamos a Cristo y hagamos de nuestro Dios el gran objeto de nuestra vida, solo en apariencia nos distinguiremos de los más frívolos. Esto nos muestra que tenemos mucha necesidad de la primera oración de nuestro texto: «Aparta mis ojos, que no vean la vanidad».
«Avívame en tu camino».
El Salmista se confiesa torpe, tedioso, inactivo, enteramente muerto. Quizá, querido lector, tú te sientas igual. Somos tan flojos que, aparte del Señor, ni aun los mejores incentivos nos pueden avivar. ¡Qué!
¿No me avivará el Infierno? ¿Puedo pensar en los pecadores que perecen, sin ser, no obstante, avivado?
¿No me avivará el Cielo? ¿Puedo pensar en el galardón que aguarda a los justos y permanecer indiferente?
¿No me avivará la muerte? ¿Puedo pensar en la muerte, y estar ante mi Dios y, sin embargo, ser indolente en el servicio de mi Maestro?
¿No me constreñirá el amor de Cristo? ¿Puedo yo pensar en sus amadas heridas y sentarme al pie de su cruz sin enardecerme con fervor y celo? ¡Parece que sí! Una mera reflexión no puede avivar nuestro celo; Dios mismo tiene que hacerlo, de ahí el clamor: «Avívame».
El Salmista exhala toda su alma en vehemente intercesión; su cuerpo y su alma se unen en la oración. «Aparta mis ojos», dice el cuerpo; «avívame», clama el alma.
Para pensar:
Es esta una oración apropiada para todos los días. ¡Oh, Señor, oye, en mi favor, ¡este clamor en esta noche!
Salmo 119:37
Hay diversas clases de vanidad: el bonete y los cascabeles del payaso, la alegría del mundo, el baile, la lira y la copa del libertino. Los hombres saben que todas estas cosas son vanidades. Ellas ostentan en sus frontispicios sus propios nombres y sus títulos. Mucho más traicioneras son estas otras, igualmente vanas: las preocupaciones del mundo y el engaño de las riquezas.
El hombre puede ir en pos de la vanidad tanto en la oficina como en el teatro. Si emplea su vida en acumular riquezas, entonces la está pasando en una vana función. A menos que sigamos a Cristo y hagamos de nuestro Dios el gran objeto de nuestra vida, solo en apariencia nos distinguiremos de los más frívolos. Esto nos muestra que tenemos mucha necesidad de la primera oración de nuestro texto: «Aparta mis ojos, que no vean la vanidad».
«Avívame en tu camino».
El Salmista se confiesa torpe, tedioso, inactivo, enteramente muerto. Quizá, querido lector, tú te sientas igual. Somos tan flojos que, aparte del Señor, ni aun los mejores incentivos nos pueden avivar. ¡Qué!
¿No me avivará el Infierno? ¿Puedo pensar en los pecadores que perecen, sin ser, no obstante, avivado?
¿No me avivará el Cielo? ¿Puedo pensar en el galardón que aguarda a los justos y permanecer indiferente?
¿No me avivará la muerte? ¿Puedo pensar en la muerte, y estar ante mi Dios y, sin embargo, ser indolente en el servicio de mi Maestro?
¿No me constreñirá el amor de Cristo? ¿Puedo yo pensar en sus amadas heridas y sentarme al pie de su cruz sin enardecerme con fervor y celo? ¡Parece que sí! Una mera reflexión no puede avivar nuestro celo; Dios mismo tiene que hacerlo, de ahí el clamor: «Avívame».
El Salmista exhala toda su alma en vehemente intercesión; su cuerpo y su alma se unen en la oración. «Aparta mis ojos», dice el cuerpo; «avívame», clama el alma.
Para pensar:
Es esta una oración apropiada para todos los días. ¡Oh, Señor, oye, en mi favor, ¡este clamor en esta noche!
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