Caricia del cielo

Caricia del cielo
 
Movido a compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó. «Sí quiero» dijo. «¡Queda sano!». Marcos 1.41

Un leproso había salido al encuentro de Jesús. En una actitud de sumisión se arrodilló delante de él y le suplicó: «Si tú quieres, puedes sanarme y dejarme limpio». No percibo ninguna duda en sus palabras. No sabemos de dónde nació una fe tan robusta, pero él está convencido de que Jesús lo podía sanar. Lo que no tiene por seguro es si Jesús realmente quiere sanarlo.
En esa pregunta queda develado uno de los grandes obstáculos a vencer cuando nos acercamos a Dios. Nuestras oraciones revelan que nosotros tampoco sabemos si Dios quiere, pues le endosamos a nuestras peticiones argumentos y frases que intentan «convencer» al Señor de lo noble de nuestra causa.
Me gusta la forma en que se expresa el leproso. Emplea pocas palabras. Es su actitud la que importa porque posee claridad acerca del poder que posee Jesús. No son necesarias las frases rimbombantes ni las argumentaciones acerca de la legitimidad de su pedido. Lo único que le falta es que Jesús confirme que quiere hacer lo que le pide.
El texto nos dice que Jesús fue movido a compasión por el leproso. Volvemos a encontrarnos otra vez con esta asombrosa característica, esa reacción en lo más íntimo del ser que le permite a Jesús sentir la agonía, el desconsuelo y la desesperanza de este leproso como si lo viviera en carne propia.
La compasión, sin embargo, se diferencia de la lástima en que siempre se traduce en una acción. El proceder de Jesús posee una belleza indescriptible, porque le da al leproso lo que, seguramente, más necesitaba en la vida: el regalo de una caricia humana. ¡Cuántos años hacía que este hombre no sentía el calor del contacto con otra persona! Cuánta falta le hacía ese gesto de aceptación, ese mimo que le comunicaba, mejor que mil palabras, que para Dios no era una persona inmunda.
Luego, con la misma admirable sencillez que había desplegado el leproso, Jesús le dio la respuesta que esperaba: «Sí quiero. Queda sano». En ese «quiero» está representada toda la bondad del Padre, que sufre por la viuda, el huérfano, el desamparado, el extranjero y el quebrantado. Es un Padre que anhela hacerle bien a sus hijos y que sufre por causa de nuestra indiferencia. Se lamenta: «Estaba listo para responder, pero nadie me pedía ayuda; estaba listo para dejarme encontrar, pero nadie me buscaba. “¡Aquí estoy, aquí estoy!”, dije a una nación que no invocaba mi nombre» (Isaías 65.1).
Abracémonos a esta verdad: Dios es bueno y, por esta razón, le encanta hacer el bien a sus hijos. Que esta convicción sea la que sostenga nuestra oración cuando nos acercamos a pedirle algo. Venimos ante un Padre generoso y podemos compartir con él lo que tengamos en el corazón, porque él siempre nos recibirá con amor. Es posible, incluso, que extienda su mano y nos acaricie el alma, para que sepamos que somos muy especiales a sus ojos.

Para pensar.
«¡Oh, si conociéramos al Señor! Esforcémonos por conocerlo. Él nos responderá, tan cierto como viene el amanecer o llegan las lluvias a comienzos de la primavera». Oseas 6.3

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