Sensaciones engañosas
Sensaciones engañosas
Nuestras acciones demostrarán que pertenecemos a la verdad, entonces estaremos confiados cuando estemos delante de Dios. Aun si nos sentimos culpables, Dios es superior a nuestros sentimientos y él lo sabe todo.
1 Juan 3.19-20
El mensaje del apóstol Pablo es inequívoco. Por medio de una cuidadosa y detallada explicación de lo que significó la muerte del Mesías, finalmente llega a esta categórica conclusión: «Por lo tanto, ya no hay condenación para los que pertenecen a Cristo Jesús» (Romanos 8.1).
Los que vivimos en Cristo hemos sido librados de las nefastas consecuencias que el vivir bajo el peso de una culpa agobiante produce en el ser humano.
La consecuencia de este estado la describe Pablo en un capítulo anterior de Romanos: «Por lo tanto, ya que fuimos declarados justos a los ojos de Dios por medio de la fe, tenemos paz con Dios gracias a lo que Jesucristo nuestro Señor hizo por nosotros» (5.1).
Esta paz hace eco del concepto de Shalom en el Antiguo Testamento. Se refiere no solamente a la ausencia de conflictos, sino a un estado de bienestar y armonía en las relaciones, acompañado por un espíritu de perpetuo gozo. Celebramos, a diario, que el Señor ha sido extremadamente bueno con nosotros.
La verdad, sin embargo, es que nuestra existencia muchas veces sufre los tormentos de la culpa. El apóstol Juan reconoce, en el texto que hoy nos ocupa, que es posible que nos sintamos culpables, aun cuando no lo somos.
No ignoramos que nuestro enemigo nos acusa día y noche delante de Dios (Apocalipsis 12.20). Su arma predilecta consiste en apelar al sentido de culpa que tan rápido aflora en nuestro interior. Cuando este se hace fuerte, vivimos atrapados en el lamento: «si solamente viviera más comprometido»; «debería orar más»; «no me esfuerzo lo suficiente en servir al Señor»; «tendría que ser mejor de lo que soy».
Este manto de condenación nos roba de la libertad y la alegría que son parte de nuestra herencia en Cristo Jesús.
El problema es que la culpa nos resulta natural porque hemos crecido en un mundo rodeados por personas que señalan con el dedo acusador. Nosotros mismos hemos sido culpables de juzgar a otros. Cuando nuestra cultura está caracterizada por la condenación, no le es complicado al enemigo volver a ubicarnos en un lugar donde vivimos esforzándonos por escapar de la culpa que sentimos.
El apóstol Juan apela a algo más seguro que nuestros sentimientos: Dios, que está por encima de todas las cosas y es el único que posee una lectura correcta de nuestro corazón. El desafío para nosotros es aprender a aquietar esas voces internas (en ocasiones, deberemos tomar autoridad y ordenarles en el nombre de Jesús, que se sujeten al Señor) para poder escuchar la voz del Padre.
El hijo pródigo llegó bajo un manto de condenación y había elaborado un plan para volver a congraciarse con su padre. Este no lo escuchó; ya lo había perdonado. Ya no estaba bajo condenación. Ahora, debía aprender a vivir en esa nueva condición.
Para pensar.
«¿Qué podemos decir acerca de cosas tan maravillosas como estas? Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién podrá ponerse en nuestra contra? [...] ¿Quién se atreve a acusarnos a nosotros, a quienes Dios ha elegido para sí?» Romanos 8.31, 33
Nuestras acciones demostrarán que pertenecemos a la verdad, entonces estaremos confiados cuando estemos delante de Dios. Aun si nos sentimos culpables, Dios es superior a nuestros sentimientos y él lo sabe todo.
1 Juan 3.19-20
El mensaje del apóstol Pablo es inequívoco. Por medio de una cuidadosa y detallada explicación de lo que significó la muerte del Mesías, finalmente llega a esta categórica conclusión: «Por lo tanto, ya no hay condenación para los que pertenecen a Cristo Jesús» (Romanos 8.1).
Los que vivimos en Cristo hemos sido librados de las nefastas consecuencias que el vivir bajo el peso de una culpa agobiante produce en el ser humano.
La consecuencia de este estado la describe Pablo en un capítulo anterior de Romanos: «Por lo tanto, ya que fuimos declarados justos a los ojos de Dios por medio de la fe, tenemos paz con Dios gracias a lo que Jesucristo nuestro Señor hizo por nosotros» (5.1).
Esta paz hace eco del concepto de Shalom en el Antiguo Testamento. Se refiere no solamente a la ausencia de conflictos, sino a un estado de bienestar y armonía en las relaciones, acompañado por un espíritu de perpetuo gozo. Celebramos, a diario, que el Señor ha sido extremadamente bueno con nosotros.
La verdad, sin embargo, es que nuestra existencia muchas veces sufre los tormentos de la culpa. El apóstol Juan reconoce, en el texto que hoy nos ocupa, que es posible que nos sintamos culpables, aun cuando no lo somos.
No ignoramos que nuestro enemigo nos acusa día y noche delante de Dios (Apocalipsis 12.20). Su arma predilecta consiste en apelar al sentido de culpa que tan rápido aflora en nuestro interior. Cuando este se hace fuerte, vivimos atrapados en el lamento: «si solamente viviera más comprometido»; «debería orar más»; «no me esfuerzo lo suficiente en servir al Señor»; «tendría que ser mejor de lo que soy».
Este manto de condenación nos roba de la libertad y la alegría que son parte de nuestra herencia en Cristo Jesús.
El problema es que la culpa nos resulta natural porque hemos crecido en un mundo rodeados por personas que señalan con el dedo acusador. Nosotros mismos hemos sido culpables de juzgar a otros. Cuando nuestra cultura está caracterizada por la condenación, no le es complicado al enemigo volver a ubicarnos en un lugar donde vivimos esforzándonos por escapar de la culpa que sentimos.
El apóstol Juan apela a algo más seguro que nuestros sentimientos: Dios, que está por encima de todas las cosas y es el único que posee una lectura correcta de nuestro corazón. El desafío para nosotros es aprender a aquietar esas voces internas (en ocasiones, deberemos tomar autoridad y ordenarles en el nombre de Jesús, que se sujeten al Señor) para poder escuchar la voz del Padre.
El hijo pródigo llegó bajo un manto de condenación y había elaborado un plan para volver a congraciarse con su padre. Este no lo escuchó; ya lo había perdonado. Ya no estaba bajo condenación. Ahora, debía aprender a vivir en esa nueva condición.
Para pensar.
«¿Qué podemos decir acerca de cosas tan maravillosas como estas? Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién podrá ponerse en nuestra contra? [...] ¿Quién se atreve a acusarnos a nosotros, a quienes Dios ha elegido para sí?» Romanos 8.31, 33
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