Nada que perder

Nada que perder

Un hombre con lepra se acercó, se arrodilló ante Jesús y le suplicó que lo sanara. «Si tú quieres, puedes sanarme y dejarme limpio» dijo.   Marcos 1.40

La lepra es una de las peores aflicciones que debe soportar el ser humano, especialmente por la fuerte estigmatización que padece el que la sufre. Se ha conocido, como enfermedad, por al menos 4000 años. Al igual que sucede en algunos grupos en nuestros tiempos, que creen que toda enfermedad es producto de algún pecado, también en los tiempos bíblicos la gente consideraba que la lepra era una señal del castigo divino.

Las historias de Miriam, Giezi y el rey Uzías ilustran que, en ocasiones, Dios usó la lepra como una forma de disciplinar a quienes lo habían deshonrado. No obstante, no encuentro evidencia que avale esas conclusiones lapidarias que condenaban a estas personas a una vida de ostracismo.
En los tiempos de Jesús los leprosos no podían vivir dentro de las ciudades amuralladas.

Dondequiera que se encontraran estaban obligados a usar una vestimenta rasgada en señal de duelo, tenían que andar con la cabeza descubierta y tapar su barba con un manto, quizás en un lamento por la lenta muerte que padecían. Debían gritar: «impuro, impuro» cuando se trasladaban de un lugar a otro, para evitar que la gente se acercara y fuera contagiada de su enfermedad. Tampoco podían participar de un saludo, ya que en el Medio Oriente los saludos incluyen un abrazo.

El contacto físico es el primer sentido que desarrollamos. Los científicos consideran que el contacto del bebé con la madre es uno de los elementos que más contribuye a su estabilidad emocional y el proceso de maduración. Hoy se considera que el tacto es también uno de los medios de comunicación que emplea el ser humano.

A través de él damos a conocer una variedad de sentimientos, incluyendo la tristeza, la angustia, la alegría, el enojo o la frustración.
No podemos imaginar, entonces, la agonía que experimentaban estos desdichados enfermos que habían sido excluidos no solamente del regalo de una caricia, la calidez de un abrazo, o el calor de un apretujón de manos sino también de las múltiples relaciones que disfrutamos a diario.

Un hombre con lepra, sin duda movido por los extraordinarios relatos que se contaban de la persona de Jesús, se acercó a él. La palabra, en griego, implica que se le cruzó y lo miró a los ojos. Es decir, rompió las barreras que se le habían impuesto con la esperanza de ser librado del tormento en que vivía. Sus palabras contienen una súplica: «Quiero ser sano».
Me atrae la desesperación de este hombre. Le salió al cruce a Jesús para pedirle algo inimaginable: ser libre de la lepra. Me inspira a posturas más arriesgadas en mi propia fe, a animarme a salir en pos de lo imposible. Este hombre, que había tocado fondo en la vida, no tenía nada que perder y quizás ese elemento lo revistió de una inusual valentía.

Para pensar.
«Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos ha venido avanzando contra viento y marea, y los que se esfuerzan logran aferrarse a él».
Mateo 11.12 NVI








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